domingo, 23 de febrero de 2014

Meteorito, mocovíes y vaca cubana


Mi nota de contratapa en Miradas al Sur de hoy, domingo.

EL DÍA DEL METEORITO

Los martes, ya sea 13 o 18, que es múltiplo de 3, número mágico de los masones, junto con el 7, hay que cuidarse de los gatos negros, del casamiento, de embarcarse y hasta de los meteoritos; qué duda cabe.
Al menos esto fue lo que cruzó por la cabeza de Gómez, chaqueño avecindado en San Martín de las Escobas, provincia de Santa Fe (Argentina, irremediable precisión para turistas y alienígenas), cuando recomenzaba el ritual del mate tempranero, ya por la segunda pava, y los cielos se llenaron con una extraña explosión que no era trueno ni una banda de heavy metal a todo parlante.
Esto último lo tenía muy claro por los chamuyos de su socio para el truco en el Social y Deportivo, que había estado en La Trova de Rosario y había sido suplente, una vez, del segundo bajista de Pappo en Obras.
Eran las diez menos cuarto de la mañana, hora estándar de Cañada de Gómez, El Trébol, la mencionada San Martín de las Escobas, Montes de Oca, Sastre, María Susana, Las Parejas y Cañada Rosquín, con o sin León Gieco, cuando el meteorito explotó sobre su cabeza. Un estremecimiento ancestral y telúrico corrió por Facebook y Twitter como un vendaval de premoniciones.
Pero el gaucho Gómez ni se inmutó, que para eso era chaqueño, medio gringo, medio mocoví. Por la parte de indio ya traía una larga familiaridad con los cascotes estelares. Se acomodó la boina, miró de reojo para arriba, por si hacía falta atajarse, chupó del mate, y dedicó unos pensamientos a Campo del Cielo, allá en sus pagos, mientras atendía a la radio para saber un poco más.
Para los astrónomos, Campo del Cielo es lo que queda, los restos, de un meteorito de 800 toneladas que, a una velocidad de 50 mil kilómetros por hora, se desintegró en una lluvia de fragmentos menores que cubrieron 1.350 kilómetros cuadrados. Explicación científica, pero que carece de encanto si se la compara con la versión seca del Diluvio que cuentan tobas, matacos y mocovíes: “Cuando el sol cayó sobre la Tierra y consumió a todos los seres vivientes”, dio nacimiento a la humanidad a partir de las cuatro parejas que sobrevivieron al cataclismo y fundaron las tribus. Aquellos que se escondieron en el agua se convirtieron en yacarés o en nutrias, mientras los que treparon a los árboles se hicieron monos.
Es cierto que no todos piensan lo mismo y a veces de las leyendas nacen leyendas. Mientras para unos las rocas de Pingüen N’onaxa (Campo del Cielo) son gotas de sudor de sol que algunos días especiales se convierten en grandes, inmensos árboles, los wichí sostienen que el Otumba, también Campo del Cielo, es el resultado de un ataque de los jaguares a la Luna, a la que le quitaron algunos pedazos a fuerza de uñas.
Está claro que cualquiera de estas explicaciones es más interesante que la versión oficial del meteorito del martes 18, haciéndose trizas a 70 kilómetros de altura y a puro ruido.
Lo cierto es que nuestro protagonista y testigo de los hechos, que ese día dejó de lado las obligaciones cotidianas para montar guardia trasladando su mate, la pava, su banquito y su radio, de debajo de la higuera a la puerta de calle –por si había que avisar que se avecinaba el desastre– asistió a indicios augurales que alimentaban los temores.
El primero fue la tropa de ovejas espantadas que cruzó frente a sus ojos con esa cara de no saber para qué viven que tienen las ovejas, con dos peones tratando de atajarlas, y dejando a sus espaldas un rastro de cascarrias como la cola de un cometa.
El segundo y el tercero se produjeron simultáneamente. Cuando veía llegar al grupo que pateaba levantando tierra, con Biblias en la mano y guitarras desafinadas, por la radio dijeron que la culpa podía ser de un aerolito que pasaba cerca de la Tierra. Un bicho enorme, que tenía 270 metros de diámetro y andaba más que un Fórmula 1, doce kilómetros por segundo.
–¡Ta’ que lo tiró..! –murmuró Gómez, con la sabiduría y la parquedad de los paisanos.
Los de la guitarra y las biblias seguramente entendieron que rezaba, porque abrieron los brazos conminándolo a ver la luz y el final del mundo, el Apocalipsis, tentación que, más mocoví que gringo, denegó precisando:
–¡A no! Con lo mío yo ya tengo bastante…
Y los dejó marchar como quien se desangra, arpegiando disonancias, porque no es fácil tocar la guitarra mientras se camina y menos cuando se viene el Fin del Mundo, justo ese día en que uno tenía un asado.
Si alguno cree que esta crónica va en desmedro de nuestra gente de campo, folclórica o no, está equivocado. Sirvan como testimonio los lúcidos pensamientos que cruzaron por la cabeza del Gómez mientras esperaba más información de la radio.
Lo primero fue que seguramente subiría el dólar, porque los meteoritos argentinos no eran y debían cotizar en dólares. Lo segundo, conclusión de lo primero, fue que los precios tomarían velocidad meteórica, y el Turco del mercadito iba a remarcar los tomates antes de que el gobierno los comprara en China para sostener la canasta familiar. Y, ya embalado, enlazó al Turco con Carrefour y Walmart que le copiarían la jugada, dos o tres nuevas líneas políticas en el PJ bonaerense, al flaco Macri porque lo tenía cruzado, y las maldiciones de la Rural por la mala leche de soja de los herederos del tirano prófugo. Es decir, lo de todos los días pero que, con meteorito, se veía más negro y más inflacionario.
Un economista ortodoxo diría que el Gómez este mezclaba comadrejas con bicicletas, pero, para un argentino de pie en la tierra, los precios son siempre un meteorito a contramano y con tendencia a irse para arriba.
La confirmación de que no estaba totalmente errado la tuvo cuando recambiaba la yerba. La explosión meteórica se había producido en la vertical sobre Armstrong, decía la radio.
–No, sí... ahí estaba la madre del borrego –murmuró, resumiendo sus sospechas o certezas a cerca de la localidad mencionada. Para Gómez no podía haber sucedido en otro lado. Dijera lo que dijese la Wikipedia sobre un Armstrong ferrocarrilero, para él era una ciudad dedicada a Neil Armstrong, el primer tipo que pisó la Luna en la Misión Apolo.
Armstrong, Apolo, meteorito, se caía de maduro: el cascote venía de la Luna, venganza tardía, tal vez arrancado por los jaguares que contaba su abuela mocoví.
No era como para quedarse tranquilo, pero, al menos sabía por qué podía estirar la pata.
Y en eso se produjo lo definitivo, lo que cambió el palo.
Una solitaria vaca colorada llegó del campo, como desganada, y se detuvo en el potrero de enfrente mirando al cielo. Rumiaba el silbido del viento como el que masca chicle.
Al mismo tiempo, por el medio de la calle, del otro lado llegaba un flaco pelado a cero, con anteojitos negros y redondos, propiamente de un John Lennon de luto.
El Gómez lo reconoció y un calor, una emoción de descubrimiento fue ganándole el pecho. ¿Sería una ilusión, un espejismo de la resolana de la siesta adelantada? ¿Lo habría traído el meteorito? ¿Qué más daba, si la civilización la amaba?
La vaca solitaria miró al flaco. El flaco pelado de anteojitos miró a la vaca, y paso a paso se fueron acercando.
Entonces el Gómez, que tenía un nudo en la garganta, agarró el banquito, la pava, la yerba y el mate y se metió a la casa decidido a hacerse un par de churrascos, que ya era hora y las cosas estaban ocupando su lugar.
Como testigo estaba solo el canario en su jaula bajo la higuera, pero no es cuestión de testigos, el Gómez, medio gringo y medio mocoví, iba cantando:
“Miraba el cielo justo a tiempo
¡Hum hum, hum hum hum!
salvada del motor eterno, ¡justo a tiempo!
Aquella solitaaaaa (falsete) ria vaca cubana”.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario