lunes, 29 de septiembre de 2014

Escarabajos, morrones, el mito y Kartun

Presentar a Mauricio Kartun y su producción teatral requeriría muchas páginas, con lo que –en tiempos de Google– el que demande detalles que busque, o se conforme con esta breve síntesis. Comenzó como narrador, pero luego se volcó a la dramaturgia, dice que “para tener amigos y compañía”, porque los escritores siempre están solos. Así dejó la narrativa, asumió la dramaturgia y se mudó de sus pagos de San Martín a Buenos Aires, donde estudiaría dirección teatral con un genio como Oscar Fessler y dramaturgia con Ricardo Monti, para transformarse a su vez, con el correr de los años, en maestro de dramaturgos. En 1973, cuando todavía pensaba que el teatro se justificaba por su fin político, algo muy común en aquel tiempo, estrenó en La Plata Civilización… ¿o barbarie?, escrita en colaboración con Humberto Riva, y de allí en más no paró de escribir y estrenar, hasta que se atrevió a dirigir sus propias obras y recuperar el juego del actor en su propio cuerpo. De su profícua producción, El niño argentinoy Ala de criados fueron sus últimos estrenos y, la última de todas, Salomé de chacra, la que tiene mayor vinculación con la génesis de Terrenal. Miradas al Sur se reunió con Kartun en su departamento de Villa Crespo para descubrir las claves de la obra puesta en escena en el Teatro del Pueblo.
–¿Por qué partió de un texto de Flavio Josefo, historiador judío converso?
–Con Salomé de chacra incursioné en la vigencia de los mitos leyendo Los mitos griegos, de Robert Graves, y explorando –en ese sentido los buscadores de Internet son una maravilla, si uno sabe qué busca y tiene criterio– di con la historia de Caín y el origen de la propiedad contada por Flavio Josefo; la tragedia de la propiedad. Según su versión, Caín inventó las pesas y las medidas para hacerse más rico; inventó la riqueza. Y para tenerla no reparó en usar la rapiña y la violencia. Claro, si hay riqueza preocupa conservarla a salvo, entonces también inventó las ciudades amuralladas, para que nadie pudiera entrar ni salir. Todo lo contrario de su hermano Abel, que prefería los bienes naturales, espontáneos. Me gustó como partida para hablar del mal de nuestro tiempo, la propiedad privada.
–Lo que cuenta Flavio Josefo es la reescritura de las reescrituras, porque lo hace casi cien años después de Cristo. O sea que tiene más de invención ficcional que de historia en el sentido actual. Usted reescribe a su vez sobre esa reescritura, sobre esa mirada, para hablar del hoy.
–Josefo no podía saber la historia de Caín, pero desde algún lado la narraba, desde alguna leyenda popular la rescataba; alguna historia que había sobrevivido al tiempo. Y yo hago lo mismo, porque el mito sigue vivo y con fuerza. Los mitos, como el de dos hermanos que se enfrentan por intereses opuestos y terminan en un crimen no se agotan, siempre nos movilizan; siempre están vigentes. La Historia está llena de casos similares que avalan el mito, pero también de muchas leyendas; cosas que se creen sin que fueran necesariamente ciertas.
–¿Como las leyendas urbanas? Ante ellas tal vez no vale la pena preguntarse si son ciertas, sino por qué nos movilizan, por qué creemos en mitos como el de los traficantes de órganos o los “chupasangre”, los que van por ahí robando sangre de los niños, una creencia muy popular en el norte de Argentina.
–Sí, esa es otra leyenda que se cuenta desde siempre y en todas partes. Mi madre era de un pueblo pequeño de Asturias, y contaba que cuando chica le decían que caminara siempre en compañía, y que tuviera cuidado con un coche blanco, porque ahí viajaba gente que sangraba a los niños para la reina, que necesitaba sangre porque estaba enferma. Hay algo universal en esos mitos, casi siempre presentes en la construcción del “otro”. 
–El otro en el sentido de Jean Genet y Sartre, el “negro”, ése que puede tener cualquier color, pero que seguro tiene todos los defectos que lo hacen distinto a nosotros.
–Claro, en el negro de Jean Genet el color es lo de menos. Es notable cómo funcionan ciertos mecanismos. Por ejemplo, hay otra constante universal, otro mito que tiene que ver con eso, con un otro distinto. Cuando se hace presente una minoría en una población mayor, todos dicen que esos comen ratas. Parece increíble, pero se reproduce en todas partes de la misma manera. Unos, la población mayoritaria, comen bien, ellos, los otros, comen ratas. En nuestro país cuando aparecieron los restaurantes chinos se decía que había pocas ratas porque se las comían los chinos. Cuando se acogieron laosianos, también eran comedores de ratas. Siempre las ratas. ¿Por qué? Porque el otro, aquel a quien se desprecia porque siempre es el distinto y casi siempre el más explotado, come ratas, es universal.
–Otro mito que usted pone en juego es personal, y compartido por este cronista, como Nicola Paone, cuando cantaba “¡señora maestra, qué tiene usted ahí!”.
–Sí, tomé eso de mi infancia y convertí la canción de “señora” a señorita maestra, que también es un personaje de referencia en Terrenal; no está por casualidad. Reciclé un mito personal, porque siempre son fuertes, y si persisten en nuestro imaginario será por algo. Hoy en día recupero para la creación lo que me hace feliz, y creo que si uno se divierte, lo pasa bien, el espectador también la va a pasar bien.
–Nicola Paone tenía algo payasesco, y eso nos remite a la ropa de Abel y Caín, que les queda chica por todos lados, como si fueran el Tony, y al maquillaje teatral estilo años ’30, con colorete en los pómulos; como el de aquellos actores del “teatro por horas”, el género chico.
–El vestuario recuerda al teatro de variedades, porque al fin todos somos actores, como lo dice Tatita (Dios) al final de la obra, pero, también la ropa les queda corta porque hace veinte años Tatita los dejó y crecieron, pero no la ropa. Y el maquillaje se parece al de aquellos años, cuando el escenario se iluminaba de abajo, con las candilejas, lo que da sombras dramáticas en los cuerpos y las caras. En los ‘30 se usaba mucho el sombrero, y si los iluminaban desde arriba la sombra del ala les daba en la cara, entonces se fiaban de las candilejas. Era algo propio de ese teatro de una obra detrás de otra, casi todo el día, un teatro continuado.
–En Terrenal, Abel y Caín están todo el tiempo con el sombrero puesto porque se los puso Tatita.
–Sí, pero la diferencia está en que para Abel “se los puso”, y para Caín “les impuso la obligación de cubrirse”. Para Abel la cosa es simple, para Caín es parte de su necesidad de sacralizar todo, como lo hace con sus morrones. Santificando sus actos de avaricia no tiene que cuestionarlos.
–La puesta y los recursos de los actores tienen mucho de circo.
–Quería recuperar la idea del circo y por eso busqué a estos actores, que tienen manejo de la técnica del gag. Al fin es una mezcla de los tres tipos de payasos clásicos: el payaso blanco, el Tony y el Pierrot. Un payaso blanco fue Pepino el 88, que es el que habla con la gente y le cuenta historias. El Tony es el que sufre las cosas y la gente se ríe de lo que le sucede, y el Pierrot es el sentimental. Siempre al Pierrot se le pinta una lágrima en la cara, y es el que recuerda lo perdido. Al fin, son las tres maneras de entrar en contacto, en diálogo con el espectador: contarle algo, hacer que ría de lo que hacemos, jugar con las emociones, recrearlas. En el teatro todo es juego, y quería actores con capacidad de manejarse en los tres registros, que fueran dúctiles, porque al fin son tres maneras de reírse.
–¿Hizo un casting para juntar tres Claudio? Creíamos que era parte del juego, una invención, pero no. Además, a Claudio Rissi se lo conoce más haciendo de malo en la televisión.
–Parece, pero es una casualidad. Busqué a Da Passano, Martínez Bel y Rissi porque son actores con una gran capacidad expresiva, con muchos registros, lo que me permitió esta puesta en escena. Da Passano y Martínez Bel manejan muy bien el gag y el humor, y es cierto que a Rissi se lo conoce como “el malo”, pero es mucho más que eso. A veces a los actores les cae como una maldición, que los busquen siempre para los mismos papeles.
–Los directores piensan “para este papel lo llamo a fulano, que lo hace bien”; se aseguran el resultado.
–Sí, pero no deja de ser una maldición, porque muchos actores talentosos son encasillados, y trabajar siempre de lo mismo es poco creativo, cansador.
–Usted alguna vez definió al texto teatral como un pentagrama, ese esquema que no es la música hasta que se la ejecuta. En ese sentido es muy interesante el tratamiento del lenguaje que eligió para Terrenal. Se aparta del naturalismo, tan común y al parecer tan obligado. Parece una apuesta como la que hizo Anthony Burgess en La naranja mecánica, cuando inventó un slang, un argot, para su banda de jóvenes criminales, porque los existentes no le convencían.
–La verdad es que no invento nada nuevo. El teatro, desde sus orígenes, fue un juego del que era parte su lenguaje. ¿No hubo teatro en verso, durante mucho tiempo? El verso no es una expresión “natural”, ni realista, es juego. Después, lo que pasó, es que en el siglo XX, por la influencia del cine, se hizo pie en un lenguaje realista, como el que se habla habitualmente. Y, más tarde, con las telenovelas, el público pidió esa clase de diálogos, que fueron incorporados por el teatro comercial con mucho éxito. Pero mi teatro no busca lo comercial, así que recurro a las fuentes, al juego con la palabra y trato de crear una lengua, una sintaxis, estructuras que sirvan a la obra de la mejor manera; que le pertenezcan.
–En el caso de Terrenal se ajustan de tal manera que pasa desapercibido que las palabras, las frases, no son como las de cada día. Podríamos decir que las palabras y el sentido que les dan los actores  tienen la capacidad, reservada a la poesía, de disparar imágenes en el espectador; de engendrar sentidos más amplios que la literalidad del naturalismo.
–Es una elección poética la que me lleva a crear un lenguaje propio para lo que estoy narrando en la escena. Digamos que si juego con Abel, con Caín, con Dios, uno vendedor de isocas para encarnar anzuelos, el otro cultivador de morrones, y un Tatita gaucho y medio filósofo, la invitación está planteada, no puedo, no quiero eludir la tentación del juego. Es que resulta tentador mirar hacia lo que nos precedió y decir ¿por qué no? ¿Por qué no recuperar ese teatro de la palabra inventada, aunque parezca arcaico? Me resulta irresistible el desafío lúdico que propone la lengua en el teatro. Al fin, todo es juego.

Da Passano, Rissi y Martínez Bel. 
Caín, Abel y Kartún
Las tablas del Teatro del Pueblo son siempre una buena apuesta, y un día de preestreno produce una alquimia especial entre las ganas que pone el público y la energía acumulada por los actores en los ensayos. Suele suceder que el estreno para público, generalmente al otro día, sea desangelado, como si rota la virginidad de la puesta cargar pilas fuera más lento. En todo caso en Terrenal no hay ángeles ni desangelados, sino una troika que se pone las máscaras de Caín, Abel y Tata Dios desde una muestra de teatro que reclama para sí el juego en la actuación y la lengua; pero sobre esto ya volveremos. Digamos que Terrenal comenzó a gestarse con un texto de Flavio Josefo, un escritor muy imaginativo del 93 después de Cristo, que contó la vida de Caín que no cuenta la Biblia. Un Caín cuyo nombre significa “posesión”, que inventó el comercio, el acaparamiento, las pesas, las medidas y las ciudades amuralladas para cuidar la riqueza de los ladrones. Le faltó inventar los bancos, pero Flavio Josefo no podía adivinar todo.
De allí al escenario. Un lote de terreno, perdido en la tierra de nadie y en el tiempo de nadie, que comparten, a las patadas, Caín y Abel, después de que Tatita (Dios) los dejara allí 20 años antes. Ese domingo gris apunta lluvia. Caín se cabrea. Vive cabreado.
Abel: Natalicio. Al primer chaparrón la tierra da su fruto. Hoy nacen. Desde lo profundo de la tierra mojada. Una epifanía, hermano Caín…
Caín: ¿Epifanía una invasión de cascarudo? Aquelarre azabache pongalé. ¿Todo lo maldito es negro, será de Dios…?
Abel: No hay criatura más hermosa. Hoy habrá alumbramiento.
Caín: ¡Apagón habrá! Hermosa una cucaracha negra, sí.
Abel: Escarabajo Torito. Lustroso y de cuerno elegante. Un rinoceronte miniatura. Criatura que cada año viene a la tierra a amar y a...
Caín: ¡A comerse mis morroneras viene! Plaga. Que no me dentre ninguno al invernáculo, eh. Cataclismo.
Es que Caín, tomándose al pie de la letra el “ora y labora”, es productor morronero, intensivo, entregado, generador de capital y virtuoso de la acumulación de riqueza. Abel no. Abel vende las larvas del escarabajo Torito a quienes van a pescar al Tigris. De vez en cuando dejan de ofenderse y pasan a los sopapos, porque para Caín su hermano es un atorrante irrecuperable y para Abel, quizás poeta, tal vez vago, el otro es incomprensible. Y entonces, luego de veinte años de ausencia y abandono de sus criaturas, retorna Tata Dios, Tatita. Un Dios vestido de gaucho y acento decididamente riojano, que procura acercar a los hermanos, sin demasiada pasión. Eso sí es comprensible, está cansado de tanta eternidad.
En el juego entre Abel (Claudio Da Passano), Caín (Claudio Martínez Bel) y Tatita (Claudio Rissi) (no es broma, los tres se llaman Claudio, lástima que Josefo sea Flavio) se construye una atractiva y agil metáfora sobre la propiedad privada y su sacralización, desde mandatos sagrados que, inevitablemente, llevarán al crimen; en este caso la muerte de Abel a manos de Caín. Y con esto no se revela nada, porque todos saben qué pasó con Abel. La puesta de Mauricio Kartun no sólo recurre a las virtudes actorales (muchas) de los tres Claudios, también recupera el juego en el habla, en el texto, creando un lenguaje propio para una historia atemporal, con protagonistas bíblicos que viven hoy, en el escepticismo globalizado.
Por los actores, por el texto, por la puesta, porque el juego de Kartún parece juego pero no es chiste, la cita es en el Teatro del Pueblo.

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