jueves, 26 de febrero de 2015

Iñárritu, la bruja y el ateo


Yo no creo en las brujas, pero que haberlas, haylas, aseguró Silvia C. repitiendo con una sonrisa cómplice un antiguo dicho español. El ateo unió la cosa con las costumbres “cabuleras” de jugadores de fútbol, actores, cantantes y toreros, ya que estaba en España, y encendió un pucho, evaluando si lo que acababan de contarle no daba para un relato de humor cáustico. Porque el ateo, entre otros oficios, era escritor, y la historia tenía miga.
Alejandro González Iñárritu, el director de cine que había tenido un gran éxito con tres buenas películas, “Amores perros”, “21 gramos” y “Babel”, había llegado a Barcelona para filmar su cuarta película. Silvia C., pongamos que era amiga de una periodista que le hacía prensa, o producción, no viene al caso, y la amiga le había contado que G. Iñárritu estaba desconsolado y no quería comenzar el rodaje, porque todo saldría mal: había perdido una piedra cargada que le diera una bruja en México. Era su talismán, y sin la piedra era como Superman ante la kriptonita. En realidad, esa idea cruzó jocosamente la cabeza del ateo, pero tampoco viene al caso.
La cosa se presentaba mal, pero, de perdidos al agua, y cuando Silvia C. le propuso pasarle el teléfono de su madre, que tenía fama de bruja, aunque ejerciera de forma amateur porque se ganaba la vida con un puesto de carnes en un mercado de barrio, la amiga aceptó pasárselo a Iñárritu, a ver si se calmaba con un sucedáneo amateur de su bruja mexicana. Así lo hizo, y el director acojonado la llamó por teléfono. Lo que retuvo la atención del ateo fue el relato de Silvia C.
Medio olvidada del asunto, o porque pensaba que no sucedería nada, no puso al tanto a la madre, y así fue que recibió la llamada sin tener la más miserable idea de quién era su interlocutor. El hombre no habría llegado a presentarse, más allá de aclarar por quién había recibido su número, cuando Chelo –ese es su nombre–, que enseguida entendió por qué la llamaba, lo interrumpió para decirle que no importaba quién era, pero que ella sentía que hacía poco había perdido algo así como su mitad y que eso lo tenía mal. 
El ateo imaginó un silencio contundente y a G. Iñárritu como de piedra. Después de tres exitosas películas con Guillermo Arriaga como guionista –y ya se sabe, porque es una discusión vieja como el cine, que guionistas y directores compiten por la paternidad del niño– habían roto la relación, y que te garúe finito. Para Iñárritu, lo de la mitad perdida estaba más claro que el agua, y la Chelo, que tenía manos de ángel para cortar bifes y más sangre andaluza que el leré leré, superaba cualquier expectativa. Había que ser muy ateo para no ver en ese encuentro casi casual un toque de magia, una llamada del Destino.
Lo cierto es que el desconsolado tuvo su piedra cargada, volvió a ser el director mexicano Alejandro González Iñárritu y comenzó el rodaje en Barcelona, con el hollywoodense Javier Bardem. El que por un tiempo olvidó el caso fue el ateo; escritor, ya dijimos.
La crisis económica estaba haciendo estragos en España y también en la familia tipo del ateo: mujer y dos pibes, uno heredado y la otra de cosecha propia. El desastre minaba el día a día, y en el horizonte sólo se veían promesas de peores desastres. Fue entonces que su mujer le propuso ver a “la Chelo”; como amigos, por la cercanía con Silvia C.; para al fin pedirle ayuda: una piedra de la suerte era mejor que nada. Y el ateo, que presumía de no discutir boludeces, agarró viaje. Al fin, él y su mujer eran ateos y racionalistas, aunque en el caso de ella eso fuera difícil, porque los españoles nacen católicos.
El encuentro con Chelo, cuando había cerrado la carnicería, no tuvo escenarios especiales, ni búhos y sahumerios; que fue en la sala de su casa, como quien dice en pantuflas. El ateo, esquizo como todo escritor, estaba en dos planos. En uno como “paciente”, y en el otro, como observador que le hace una radiografía a un potencial personaje.
Unos masajes con las manos de la bruja en los hombros, un café y una piedra para cada uno. La del ateo, azul con vetas celestes, lo que le permitió inducir que los colores tenían que ver con la magia. Y, cuando ya se iban, la Chelo que le dice, como si no se atreviera a decir yo no creo mucho en esto: agarrarse de una piedra es mejor que no tener nada de dónde agarrarse.
La consigna era no perderla y nunca separarse de ella. El ateo se dijo que mejor no discutir zonceras, y la pasaba meticulosamente de un bolsillo a otro cada vez que se cambiaba de ropa. Cosa que se convirtió en rutina, y la piedra azul viajó en su bolsillo a un festival literario de Bilbao. Allí, rodeado de escritores, gente que el vulgo suele creer muy inteligente porque escriben, el ateo contó a quien quisiera oír la historia de Iñárritu y las brujas y las piedras, porque le parecía muy literaria; decía.
Probablemente su ateísmo, cuestionado por el pase de piedra de bolsillo en bolsillo, le impidió ver un brillo voraz, como de hambre de saqueo, en aquellos escritores. Ninguno dijo ni creo ni no creo en las brujas, pero pedían tocar la piedra, jaraneaban con que les vendría muy bien tener una, y hasta anda por ahí, perdida en la red, una foto del ateo mostrando la piedra azul, muy sonriente.
Tal vez la piedra de G. Iñárritu no estaba bien cargada, o es que para un mexicano la bruja tiene que ser mexicana, lo cierto es que “Biutiful”, la película que filmó en Barcelona, fue muy flojita. Así y todo, el hombre, con códigos, en los agradecimientos finales de la cinta incluyó a Chelo.
Al ateo se le perdió la piedra azul y ya no tuvo otra. Para qué, si era ateo. Porque el neoliberalismo, la acumulación desigual del capital, la troika neocolonialista europea, la mafia de las finanzas, los políticos paniaguados o porque había perdido la piedra, el penúltimo acto fue el naufragio. No fue especial ni fue el único, pero los naufragios propios duelen más que las estadísticas. Así, el ateo, que era, es argentino, ya sin laburo, sin familia y sin un mango, agarró el bolsito y subió a un avión, porque para remar la distancia era larga; aunque fuera más barato.
En el último acto, el ateo, escritor ya dijimos, periodista cuando hay que parar la olla, escuchó que alguien nombraba a Alejandro González Iñárritu y su última película, Birdman, que coqueteaba con los Oscar. Jocoso el tipo, irónico el tipo, disparó un ¡ja!, con Iñárritu compartimos la misma bruja. Alguien lo miró como diciendo qué me estás contando y, sin quererlo, sin buscarlo, se encontró escribiendo aquella historia que no había escrito cuando Silvia C. contó de la pérdida, de G. Iñárritu, de la película, de Chelo y de las piedras cargadas.
El ateo, que no puede creer en brujas ni bultos que se menean, y que suele definirse como marxista –salgariano, para quitarle solemnidad– a veces, entre mate y mate, otra vez en Buenos Aires, repasa las fisonomías de aquellos escritores concurrentes a Bilbao, reconstruye los encuentros posteriores, con quién y dónde, y se pregunta cuál habrá sido el muy turrito desaprensivo que le robó la piedra azul con vetas celestes que le cargó la Chelo.

Publicado en Miradas al Sur.







2 comentarios:

  1. Excelente relato. Me gustó el intercambio de lenguajes coloquiales, ten inherente a los exilios. Y la anécdota, merece ser verdadera.

    ResponderBorrar