domingo, 20 de abril de 2014

Ahora sí, la soledad


La muerte nos dispara por la espalda. Cayó Gabriel García Márquez, ese que un día nos hizo habitantes de Macondo, donde siempre llueve, aquel sitio donde los vecinos Buendía crían gallos y la Mama Grande sabe de la vida y de la muerte. Un sitio para la llegada final o la partida hacia historias de amor en tiempos de cólera, dictadores perpetuos que no son ninguno porque son todos, y gitanos con alfombras voladoras que asombran los sentidos presentando el hielo.
Era muchos hombres ese Gabriel García Márquez, el zurdo impenitente que desafió al imperio haciendo periodismo junto a Rodolfo Walsh en Prensa Latina, la agencia de noticias que se convirtió en trinchera de la revolución cubana. El mismo García Márquez que vistió su camisa de paseo vallenato para recibir el Nobel entre señores encorbatados y, aún más, suecos; el que siguió fiel a sus viejos amigos, como Fidel Castro, cuando parece que pasaron de moda; el que cuando la guerra por Malvinas expuso su corazón caribe en contra de gurkas y gaiteros.
Si hay que hacer lo de siempre, una raya al pie de la sumatoria, porque llegó la hora de poner la última cifra de una vida, el resultado es nítido. Nunca le tocó el camino fácil, y cuando pudo tenerlo a sus pies pateó la alfombra roja de los próceres y prefirió ensuciarse en las calles.
Todos sabíamos que estaba enfermo, y que tal vez entretenía sus tardes recordando aquel marino náufrago entre tiburones, de cuando comenzaba a ser periodista, oficio del que nunca sintió vergüenza. Tal vez se tomaba su tiempo para irse. No era cuestión de apuro.
La tentación de la tristeza y la solemnidad porque este grande que se nos fue es enorme, pero no sería tanta si nos aferráramos a su alegría de vivir, esa jugosa vida que se le escapaba por entre las palabras, y que sigue viva en los libros. En sus libros, para nuestra alegría, sigue lloviendo torrencialmente, agua y sueños, sobre Macondo.


(Publicado en Miradas al Sur, 20 de abril 2014)

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