Cuando crecen las expectativas de conflictos
socioeconómicos, el equipo de gobierno del presidente Mauricio Macri anuncia el
proyecto de crear cárceles para inmigrantes sin papeles, argumentando que es
parte de la lucha contra el narcotráfico internacional y su consecuencia
social, la drogodependencia. Si ya es una convicción generalizada que la pelea
contra el narcotráfico y el terrorismo son excusas fantasmáticas que justifican
cualquier desaguisado, una mirada somera abre camino a un interrogante: ¿Los
funcionarios saben lo que hacen o viven dentro de un “taper”? ¿Creen,
realmente, que un boliviano sin papeles tiene peso en el tráfico de drogas
ilegales? Como el tema, cuando lo explican algunos especialistas, parece muy
complejo, nos proponemos simplificarlo analizando dos de sus componentes, las
drogas que se consumen y la experiencia en cárceles de este tipo que tienen
otros países.
Hace poco tiempo hubo un par de muertos en Costa Salguero, por
consumo de MDMA, llamado vulgarmente éxtasis. Más allá de que los encuentros
con música electrónica, rave, o como se los quiera llamar, están
indisolublemente ligados al consumo de éxtasis para alcanzar un estado de
trance catártico, que esa droga pueda ser importada clandestinamente es una
posibilidad muy relativa. La experiencia mundial demuestra que se produce
localmente, sin dificultad, en la trastienda de alguna farmacia, veterinaria o
garaje; cosa que sucede en todos los países con una industria médica
medianamente desarrollada. Esto no es nuevo ni desconocido, tiene antecedentes
ya viejos, que hoy parece que se repiten, como el mercadeo sin “importación” de
anfetaminas y codeína.
Una breve anécdota ilustrativa. El que firma, allá por los 70,
acatarrado, concurrió a una farmacia nada clandestina del conurbano norte en
busca de un jarabe para la tos, con poco azúcar, por la gastritis. Con mirada
de compresión, que al fin era de complicidad, el farmacéutico le dio un jarabe
con endulzante artificial. Con dos cucharadas de ese jarabe el tipo quedó en
stand by. Imbecilizado por varias horas. Pero no tanto como para no entender
que había sucedido. Muchos, llamémoslos jipis, se colocaban con jarabe para la
tos, que contiene codeína, un opiáceo apenas unos grados por debajo de la
morfina. Pero, como el exceso de azúcar que supone beberse un frasco les reventaba
el estómago, los emprendedores producían en la trastienda esas bombas con mucha
codeína, nada de azúcar, y mínima acidez estomacal.
Por ese tiempo menudeaban los robos a las farmacias, para
procurarse gratis el jarabe o las anfetaminas; que procuran un efecto
acelerante y suelen ser consumidas por los que van por la vía rápida. En Europa
es habitual que los rockeros punkis se chuten vía nasal anfetamina en polvo,
despreciando la cocaína como una mariconada. Uno puede sospechar que los robos
de farmacias no eran generalizados, sino puntuales, porque no en todas partes
se hace fábrica clandestina, pero eso queda para la policía. Para lo que toca a
esta nota, es reseñable que el consumo de jarabes para la tos ha aumentado
entre los adolescentes, y es de presumir que hay nuevos emprendedores en ese
ramo. Dicho esto, podemos pensar que éxtasis, anfetas y codeína integran la
industria nacional, como en todos los países del Primer Mundo, sin necesidad de
cárteles de tráfico internacionales, menudeando las micro redes y los
revendedores que, a su vez, consumen. Así las cosas, cualquier campaña contra
el narcotráfico como flagelo internacional alcanza a una parte, sólo una parte,
del mercado de las drogas.
En cuanto a cárceles especiales, uno siguió de cerca el proceso
español, con sus Centros de Internación para Extranjeros, donde iban a parar
quienes arribaban a las costas de España en “pateras” y “cayucos”, cruzando el
Mediterráneo o haciendo miles de kilómetros, pongamos desde Somalia, Mauritania
o Mali. Sobre sus portales podría inscribirse lo que leyó Dante en su incursión
al Infierno de la mano de Virgilio: Lasciate ogni speranza oh voi che
entrate.
En esos centros de internamiento primaba el limbo jurídico, algo
que sucederá, inevitablemente, con las cárceles proyectadas para Argentina.
Cómo los que llegaban no estaban procesados, porque ingresar sin papeles es una
contravención y no un delito, se negaba el acceso tanto para abogados como para
ONG que defendieran los derechos humanos. Es cierto que se suponía que la
estancia sería corta, porque los infractores serían deportados a su país de
origen, pero… harraga.
“Harraga” es una novela negra del canario, nacido en Tánger,
Antonio Lozano. Toma el título de una costumbre de los marroquíes de las pateras:
quemar sus papeles personales para llegar a la otra orilla sin documentación
que acredite de dónde vienen. Vaya uno a saber cómo llamaban a eso los
subsaharianos, es decir africanos negros, que llegaban sin documentos,
imposibilitando la deportación. Por ese camino los limbos de detención
españoles se llenaron a tope, hacinando gente que, en definitiva, sólo buscaba
huir de alguna guerra o vivir un poco mejor. Si a esa circunstancia sumamos la
costumbre de que hicieran el viaje mujeres al punto de parir, para que sus
hijos nacieran al llegar y fueran españoles, la situación toma carices de
problema irresoluble.
Más allá de que, en un país poco poblado, como el nuestro, los
inmigrantes deberían ser incorporados, porque, en definitiva, la inmensa
mayoría procura un trabajo y una vida de mejor calidad, suponerlos traficantes
de drogas no sólo es un dislate, es un insulto. ¿Serán obligados a quemar sus
documentos, o a parir al llegar? Si los funcionarios cambiaran su punto de mira
y observaran los countries de nivel medio y alto, seguramente darían con
auténticos traficantes cartelizados y, para esos, que no son tantos, con las
cárceles ya existentes alcanza y sobra. Por lo que no es disparatado suponer
que, otra vez, la lucha contra el narcotráfico es una excusa.
¿Conspiracionismo? Puede ser, pero, en los días que corren, el que no está
sanamente paranoico está totalmente loco.
Publicado en La Tecl@ Eñe. http://www.lateclaene.com/ral-argem Buenos Aires, 5 de septiembre
de 2016