viernes, 25 de julio de 2014

2008- Barcelona- Hablando de lo de siempre




Por esas casualidades de las redes hace un rato di con esta entrevista que me hizo Doris Wieser para su libro “Crímenes y sus autores intelectuales”. Me sorprendió porque no digo muchas pavadas, o tan solo las que puedo repetir hoy mismo. Un poco de nostalgia, sí. Porque corría el 2008, era Barcelona y charlamos en el patio y entre las plantas que luego se quedaría el banco, como parte de un naufragio mucho mayor. La pongo en circulación ahora, pese al paso del tiempo, porque al fin de cuentas habla de “nosotros”.
La advertencia que presenta el libro dice esto:
“Esta compilación de entrevistas facilita por primera vez una indagación comparativa de la poética y las obras de escritores contemporáneos de América Latina y África lusófona, que escriben mayoritaria o parcialmente novela policial: Roberto Ampuero, Raúl Argemí, Alonso Cueto, Pablo De Santis, Luiz Alfredo Garcia-Roza, Guillermo Martínez, Élmer Mendoza, Leonardo Padura, Pepetela y Santiago Roncagliolo. Todas las entrevistas se guían por la misma línea de investigación. Una parte de las preguntas indaga la concepción del género policial de los autores, sus modelos literarios así como las ventajas e inconvenientes de escribir dentro de este género. Otra parte cuestiona el nexo de la novela negra con el respectivo contexto sociopolítico, la (des)confianza de la gente en la policía y otras instituciones estatales, y también las consecuencias de dictaduras militares, conflictos armados y delincuencia organizada para la sociedad. Finalmente, algunas preguntas se concentran en aspectos estéticos de las diferentes novelas, las características de los protagonistas y la inscripción de la trama en un determinado contexto”.
 
Doris Wieser


Y la entrevista es esta:
Barcelona, 29 de agosto 2008
El escritor argentino Raúl Argemí (La Plata, 1946), que reside desde 2000 en España, es autor de seis novelas -casi todas de género negro- galardonadas con varios premios literarios. En la Semana Negra de Gijón ya cuenta entre los participantes fijos y este año fue uno de los jurados del Premio Hammett. Sus novelas tienen una relación muy cercana con el pasado y presente de Argentina. Argemí fue una de aquellas personas que lucharon en los años setenta en la guerrilla contra la dictatura militar. Además fue preso político desde 1974 hasta 1984. Después de salir de la cárcel y de una breve estancia en Buenos Aires, se trasladó a Patagonia para trabajar en el periódico Río Negro, además de tener participaciones en Claves y Le monde dipolomatique. Sus novelas cuestionan el crimen, la violencia y las razones que llevan a una persona a la marginalidad sobre el fondo de la historia argentina de las últimas décadas. A pesar del interés que sus obras pudieran despertar en Argentina, sólo una ha sido publicada allí (El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez). Las demás se distribuyen únicamente en España por la editorial Algaida (véase bibliografía al final). Algunas han sido ya traducidas al alemán, holandés, italiano y francés.
Este agosto tuve oportunidad de charlar con Raúl Argemí en el patio de su casa, donde el autor trabaja tranquilamente en medio de Barcelona y disfruta sin preocupaciones su mate.
Doris Wieser: Escribes novelas negras. ¿Qué relación personal tienes con el género negro? ¿Siempre te ha gustado?
Raúl Argemí: El género con el que primero me topé -porque lo empecé a leer a los cinco años y no paré nunca- fue el género de aventura y de acción. Puedes incluir ahí desde Verne, Salgari, historias de cowboys, Tarzán, por supuesto, todas las historias que tuvieran acción. Y en algún momento tropecé -cuando tenía 14 ó 15 años- con Chandler. Antes de eso, empecé con Agatha Christie. Casi es una obligación ¿no? Hasta que uno se empieza a aburrir con Agatha Christie.
Chandler me daba otra cosa. Uno empieza a desarrollar a cierta edad en la adolescencia -sobre todo en los países del tercer mundo- una cierta conciencia social implícita. Uno tiene la sensación de que todo anda para el carajo. Y de pronto Chandler te explica cosas. Uno empieza a saber que la policía siempre está en contra y Chandler te explica eso. Yo creo que me ligué con la novela negra a partir de Chandler y a partir de una colección muy potente que dirigieron Borges y Bioy Casares en Argentina que se llama El séptimo círculo -por el séptimo círculo del infierno de Dante- que era una mezcla de autores de enigma inglés, y algunos escritores de policial dura. De pronto empecé a descubir a los escritores europeos que me revelaban un mundo en el que yo vivía: historias duras, siempre un poco marginales, marginales aun para la gente que cumple las leyes. Cuando los que tienen que asegurar el cumplimiento de las leyes no lo hacen, lo que te queda es el camino de la marginalidad.
DW. ¿Había ya una tradición argentina de novelas policiales o de bandidos y te inspiró además?
—RA. En Argentina hay una larga historia de novelas de bandidos que empezó ya en el siglo XIX, bandidos populares que existieron como Hormiga Negra, Mate Cocido, o Juan Bautista Bairoletto, una serie de bandidos rurales, generalmente todos cortados por el mismo patrón, o sea gente que, no eran bandidos, que no eran delincuentes y que en algún momento tienen un encontronazo con la policía, o se desgracian matando a alguien en alguna parte. Martín Fierro tiene un poco de eso. La historia de Juan Moreira -quien existió realmente- tiene mucho de eso. Y se convierten en un cuchillo de alquiler o en tipos que huyen y que son protegidos por la gente en general porque los ve como rebeldes. La gente que no se anima a sacarse su yugo de encima los ve como rebeldes y los protege.
DW. ¿Entonces estas historias argentinas y tu gusto por la literatura policial europea y Chandler confluyeron en tus novelas?
—RA. Sí. Cuando me atreví a una primera novela dije, vamos a escribir lo que me gusta: una novela de acción. Tomé un esquema -Ricardo Piglia dice que casi todas las novelas tienen una estructura policial por debajo- un enigma que se va a resolver, algo que guía. Puedes contar casi cualquier historia montada en una estructura que sea coherente. Bueno, empecé a escribir por mi experiencia personal: pasé por la lucha armada, estuve diez años preso y la violencia no me resulta ajena y los resultados de la violencia tampoco. Entonces me encontré con que no tenía ganas de escribir sobre un personaje protagónico que fuera policía porque no me gustaba, ni sobre detectives privados pues me gustaban menos. En Sudamérica son increíbles. Entonces en la primera novela [Los muertos siempre pierden los zapatos] hice un recurso: apelé a un periodista -lo más parecido que tienes a un policía en cuanto a investigación- que mete la nariz en lados equivocados. Quería escribir algo que me permitía no perderme en la nebulosa. Después descubrí una determinación que venía por otro lado, de una elección de forma. Las historias que en el fondo yo cuento en todas mis novelas tienen que ver con la violencia implícita, la violencia en la vida cotidiana. Y la novela negra creo que es el mejor modo de poder contarla.
DW. ¿Qué es para ti una novela negra? ¿Cómo la definirías?
—RA. Creo que no es un género, es un punto de vista, que puede estar en una novela policial o en una novela no policial. Yo siempre cito Acaso no matan a los caballos de Horace McCoy que han hecho película. Se llama Danzad, danzad, malditos con Jane Fonda. Nadie duda de que sea una novela negra. Pero comienza con un señor que va a ser juzgado y el juez le dice: “¿Tiene algo que decir?” - “Sí, le voy a contar: yo fui a un maratón de baile porque me daban de comer y me pusieron una pareja, una chica, que también estaba ahí, muy circunstancial como yo. Bailábamos, auspiciados por la radio y nos reventamos bailando, varios días estábamos allí y de pronto me enamoré de ella. Ella sufría horriblemente, su vida era una porquería, y me pidió que la matara y la maté. ¿Acaso no matan los caballos cuando se rompen una pata?” Y no hay investigación, no hay policía que investigue, no hay enigma. Es una historia de muerte en definitiva. Bueno, yo creo que la novela negra pasa por ahí. El protagonista es la muerte más que el hecho policial.
De cualquier manera no sólo escribo novela negra. La novela que va a salir el año que viene se llama La última caravana. Tiene una estructura de policial de base, elementalísima, pero después es un gran grotesco. Además hice una novela de aventura: Patagonia Chu Chu. La editorial la vende como novela negra porque a ella le conviene, pero ahí de novela negra no hay nada, en tanto lo que yo entiendo como novela negra.
DW. Actualmente la novela negra se escribe en muchos países de América Latina. ¿Existe una conciencia sobre los problemas sociales y políticos que comparten? Porque los problemas muchas veces son similares…
—RA. Sí, son similares y puedes incluir Estados Unidos porque la actitud de las fuerzas policiales en Estados Unidos es la misma que en América Latina: están en guerra con los civiles. Eres culpable hasta que demuestres lo contrario. Entonces, ante la duda, antes que protestes, te van a quebrar una pierna, para que no protestes, y después te llevan a juicio. Cuando sos inocente te dicen: “Mirá que sos inocente. ¡Qué suerte!”. La actitud de las fuerzas policiales no es la que se tiene aquí en Europa, que es más humana, más respetuosa del otro. Entonces en este sentido creo que tenemos algunos puntos en común.
Lo de Latinoamérica me resulta curioso porque es un fenómeno nuevo. Hasta hace unos veinte a treinta años el que se animaba a escribir una novela policial lo hacía como homenaje a…, como parodia de…, porque era como medio avergonzante escribir una novela policial. Los serios escriben otra cosa. Pero ha sucedido en los últimos años que de pronto este prejuicio se perdió. Entonces escribes, de donde puedes, mestizando. Si no quieres tener policías como protagonista porque sabes que no funciona porque no es tu realidad, y no puedes escribir de los jueces, un poco toda la historia Chandleriana se te va al carajo. Philip Marlowe es un personaje que cree en la justicia, cree que puede haber justicia, y se enoja porque los jueces no la aplican. Cuando vos estás en Latinoamérica sabés que no la van a aplicar, que es antinatural que sucediera, ¿no? [Risas].
Entonces en Latinoamérica empezó aparecer una novela que creo que en buena parte de los casos refleja una fuerte influencia de algo que allí ha existido por toneladas. Los novelistas son pocos en Latinoamérica y son recientes. Si miras treinta o cuarenta años atrás la mayor parte eran cuentistas. No conozco a ninguno de los escritores de Latinoamérica que no haya empezado con los relatos. Ese formato no te permite desperdiciar palabras y eso se nota en las novelas, en la búsqueda de una mayor concisión. Si lo puedes decir con una frase, lo dices con una frase y no con una página.
Además creo que tiene que ver también con el hecho de que la mayor parte de la gente que hoy ha llegado a la novela negra, en los últimos treinta años, no son fabricantes de distracción, sino que vienen de una formación distinta. Son fuertes lectores de todo. El modelo norteamericano ya no lo miras. El mestizaje le ha dado una potencia muy grande a la novela negra.
DW. Tus novelas tienen estructuras muy complejas que exigen mucha atención del lector. Creo que por eso no corresponden a lo que la mayoría de los lectores considera una novela policial o negra.
—RA. Yo creo que en España todavía existe el prejuicio acerca de lo que es un género secundario. Y muchos autores lo escriben como un género secundario. Si yo parto de que es un género secundario, no me voy a tomar la molestia de escribir bien, entonces la literatura no aparece por ningún lado. Este año Leonardo Oyola, un chico argentino, ganó el premio Dashiell Hammett en la Semana Negra de Gijón. Tiene dos novelas editadas en España: Chamamé y Gólgota. Son novelas de una dureza escalofriante, pero además muy bien escritas. Tienen literatura por todas partes. Las lees y te encuentras con un idioma rico, con imágenes ricas, con buen manejo de las estructuras, con no ceñirse a un relato plano, hay una buena escritura de los personajes. Yo creo que es el más bestia de los que conozco en este momento. Tengo la sensación de que todavía no se dio todo que se puede dar.
DW. Hasta ahora has privilegiado la perspectiva de los criminales, de los autores de los crímenes (excepto en Los muertos siempre pierden los zapatos). ¿Por qué prefieres esta perspectiva p.ej. a la del investigador?
—RA. Cuando te preguntas porqué alguien hace algo, siempre terminas mirando qué está detrás de eso. No digo que con un protagonista policía no se pueda hacer, pero cuando te encuentras con que el personaje es el que viola la ley -sea marginal o no, sea simplemente un tipo que metió la pata en algún momento o tuvo un arranque extraño- te lleva a las razones que lo llevaron a ese lugar: qué pasó con él. Es mucho más rico como campo de ensayo.
Me interesaba eso porque es un poco lo que te planteas: cuando un tipo, por ejemplo, tiró a la mujer por el balcón y degolló a los cinco hijos. Los vecinos salen en la televisión y entonces dan entrevistas: “¿Usted lo conocía?” - “Sí, creo. Me parecía un hombre muy bueno, no entiendo lo que pasa.” La pregunta que precede a eso es: ¿Por qué lo hizo? ¿Qué le pasó? Porque si ese tipo está cercano a mí, ¿cuán lejos estoy yo de que me pase algo semejante? Algo que es tan gordo que cambia tu vida para siempre. Después ya no serás el mismo jamás. Serás otra persona, no sabes ni quién sos. Es como hacer un salto a otro mundo, a un vacío ¿no? Entonces, en el protagonista del hecho criminal aparece esa frontera que no nos incumbe, que no nos pone adentro.
Además toda la literatura, todas las novelas son un campo de juego adulto. Uno cuando lee, se engancha, digamos que es un campo de experimentación con cosas que no te atreves a hacer, que no harías, pero tampoco sabes si no las harías... Entonces te metes en esta historia y te quedas con la impresión de que el personaje es un hijo de puta. Estás haciendo un laboratorio con tus propias pulsiones. La novela negra tiene eso, es muy potente como reactivo de pulsiones. Entonces el criminal es muchísimo más interesante que el que resuelve los hechos porque el que mata trasgrede un tabú muy fuerte. No se vuelve de matar. Ya eres otra cosa. Si pensabas que ibas por algún lado después te das cuenta lo que hay por detrás.
DW. A mí personalmente me gusta mucho tu novela “Penúltimo nombre de guerra”. Cada elemento, cada detalle tiene una función y el lector tiene que reconstruir la cronología de los hechos porque hay varias perspectivas y diversos ejes temporales. Cuéntanos un poco sobre cómo escribiste esta novela.
—RA. Después de la publicación de Los muertos siempre pierden los zapatos me volví a enchufar en España con Penúltimo nombre de guerra que había empezado en Argentina hacía ya varios años. La tenía escrita en un 80% en realidad, pero no tenía claro exactamente porqué la estaba escribiendo, de qué estaba hablando. Y la pude terminar acá, haciendo un esfuerzo bestial porque es una novela muy desagradable en el fondo.
A mí me costó mucho escribir esa novela. Ocho años estuve trabajando en esa novela, pero no porque estuviera ahí todos los días, sino porque, digamos, había que digerirla. La respuesta más fácil al conflicto de Cacho es que los torturadores son sicópatas. No, lo peor de todo es que no son sicópatas. Lo peor de todo en la mayor parte de los casos es que se comportan como funcionarios públicos. De tal hora a tal hora torturan, de tal hora a tal hora se van a ver televisión con los hijos o los llevan a un partido de fútbol. Es mucho más demente todo el asunto. Y entonces te preguntas: ¿estamos muy lejos cualquiera de nosotros de ser este tipo de funcionario público? Me animé a hacer una indagación en eso, a ver qué pasaba en su cabeza.
DW. Además creo que contaste alguna vez que tiene referentes reales, ¿verdad?
—RA. Sí. Antes que yo llegara a la cárcel ya habían caído dos delincuentes comunes, que se habían hecho pasar por políticos porque pensaban que les iba a salir más barata. Se jodieron, hicieron muy mal negocio. Se quedaron como diez años adentro. Y uno de ellos tenía una característica que me llamaba mucho la atención. Era un mitómano. Hablaba tres veces con un médico, iba a hablar con otra persona y le contaba que era médico. Le chupaba hasta los gestos a las personas. Estos gestos que te hacen sentir mejor cuando ves al médico y ya te sientes fenómeno. Era como un camaleón, sabes, chupaba. En realidad ganaba un poco de prestigio mentiroso en un mundo carcelario pequeño, donde todas esas mentiras terminan por saltar. Y lo que me llamaba la atención de este personaje es que cuando alguien lo ponía en evidencia él, tenía un sufrimiento espiritual profundo porque había una parte en él que sí creía en esa mentira. Él se había apropiado de ese personaje, él era ese personaje. Entonces cuando lo descubrías era como que algo se le rompía.
Después, cuando estaba trabajando como periodista en la Patagonia supe de un caso que había ocurrido en el año 69 -en el diario estaban todos los archivos de ese caso así que me puse a mirarlos. En un paraje de Loncoluán (cabeza de Huanaco) en la zona de Neuquén, un caserío de mapuches había recibido una visita de un pastor pentecostal y estuvo un tiempo con ellos ahí y se fue. Durante un tiempo quedaron ahí ilumándose solos y de pronto se fueron para el carajo. Pues pensaron que estaban endemoniados. Un día pasaba un comerciante ahí, alguien que estaba comprando tejidos y cosas de los mapuches, y se tropieza con el primer muerto en el suelo y va a llamar a la policía. Cuando la policía llega, había tres muertos ya. Se habían matado porque estaban endemoniados. Fue un caso tremendo. La defensa llamó como testigo esencial a la facultad de antropología de Buenos Aires que demostró que esta gente a la hora de perder la identidad -habían sido culturalizados- adoptaron una identidad supletoria que era la que les había dejado el pastor y que se habían aferrado a esa identidad y entraron a un camino sin salida que les llevó a esto, pero que no eran responsables de lo que habían hecho y los absolvieron. Entonces ahí me volví a encontrar con un caso donde la identidad personal está en juego.
Y de pronto supe de un caso mucho más pequeño: asaltan la ciudad de Chipoleti, una ciudad a 50 km de donde yo vivía. Un tipo se hacía pasar por médico. Atendía a gente y comercializaba pastillas para el Párkinson como si fueran afrodisíacos. Al mismo tiempo en las afueras de la ciudad había descubierto una capilla católica donde no iban nunca los curas. Entonces el tipo un día fue y se puso la sotana de clérigo y abrió la capilla y daba misa, confesaba, recogía el diezmo. Y la gente estaba convencida. Pensé, bueno, ese tipo tiene que tener algo para que la gente le crea que es cura. Entonces pensé acá hay una historia otra vez, una historia de identidad. Penúltimo nombre de guerra es un cruce de estos tres personajes, de estas tres historias.
DW. TambiénSiempre la misma música” me parece una novela muy buena. Su estructura es casi tan ingeniosa como la de Penúltimo nombre de guerra. ¿También tiene referentes reales?
—RA. Siempre la misma música surge cuando estaba preso y teníamos poco contacto con los presos comunes, pero teníamos. Entonces me llamó la atención como los tipos vivían una situación política que les era totalmente ajena, en principio porque la guerrilla había ocupado las calles y les había complicado el ladroneo, y luego porque la dictadura militar se queja con todo el negocio de tráfico de lo que fuera. A esos tipos les importaba un carajo lo que estaba pasando, pero repercutía en su propio negocio. Entonces me di cuenta que había un punto de vista ahí para narrar. Entonces cuento una historia en definitiva griega, padre (padre putativo) e hijo, mujer en el medio. Ahí pesa mucho el escenario en que se mueven, la dictadura militar y todo eso. No es una historia en rigor de marginales, sino marginales en esa circunstancia, donde se ven obligados a hacer alta política para poder sobrevivir, no porque les interese la política.
DW.Patagonia Chu Chu” es la más amena y humorística de tus novelas y sus delincuentes no parecen ser malos de verdad. Podría leerse como un western cómico y paródico a la Argentina. ¿Cuál era tu objetivo al cambiar de tono?
—RA. Antes de venir a España había empezado a escribir Patagonia Chu Chu que podía ir por dos caminos distintos, uno muy desagradable y otro muy querible. Y cuando estaba terminando Penúltimo nombre de guerra empecé a sentir la necesidad de escribir Patagonia Chu Chu, pero con el camino querible porque estaba harto de personajes desagradables. Quería una novela donde todos los personajes fueran queribles o que pudiera querer, donde me la pasara bien y el lector también.
DW. Con “Retrato de familia con muerta” dejas un poco el tema del pasado político de Argentina y haces una indagación a la sociedad argentina de nuestros días. También tiene una estructura compleja, con varios planos, escenas que parecen de teatro…
—RA. Retrato de familia con muerta empieza a trabajar sobre un hecho real. Eso sucedió en el 2002 y me pareció horroroso (1). Matan a una mujer, le meten seis balazos y después la lavan, la maquillan, hacen mil cosas para hacerlo pasar por un accidente en la bañera. Pues con cinco balazos en la cabeza es una cosa demente. El caso ahora está en juicio, no creo que se termine de resolver nunca. La ficción tiene la posibilidad de contarla de otro lado e imaginar un poco lo que sucedió.
Y ahí también uso estructuras que son del cine en definitiva. No hay por qué suponer que una novela tiene que ser lineal. En el cine de pronto te juegan con planos, pasado, flashback, etc. En el cine estamos todos acostumbrados, cuando lees una novela se dice “uuhm, mira, qué experimental”. De experimental no tiene nada. Sabes eso ya se hizo hace tanto tiempo que es viejísimo. Creo que los cambios de tiempo hacen que los elementos aparezcan en el momento en el que tienen que aparecer y son más potentes. Si de pronto te vas al pasado para que se entienda bien la historia, para explicar a fondo lo que está haciendo este personaje en este momento, este es el momento para hacerlo. No tienes por qué contar una historia de 300 páginas y recordar que en la página 15 -cuando vas por la página 280- al personaje le pasó tal cosa.
DW. ¿Cómo encajas los pedazos de la trama? ¿Ya conoces la cronología de los hechos que quieres narrar antes de escribir una novela?
—RA. No, nunca. Yo no puedo trabajar así. Lo que sé es donde comienzo y donde voy a terminar. Y después voy buscando el camino. Y la forma que va a tener me la dicta la historia. Yo creo que hay que escuchar a la historia. La historia de pronto te va a pedir que la cuentes con un ritmo mágico rosa, con un ritmo más lento, te va a pedir escenas pacíficas, escenas de muchísima acción. Y luego te enteras, cuando terminaste, qué historia has escrito.
Por ejemplo, Siempre la misma música en rigor fue originalmente un relato de unas treinta páginas. Un relato centralmente del personaje del Negro, a quien hacen llevar un coche en una ruta de la Patagonia, y todo lo demás eran fragmentos del pasado. Nunca se publicó como relato porque siempre tuve la sensación de que era una novela. Cuando me puse a trabajar con esta novela me di cuenta que tenía que hacer algo extraño, algo raro. Porque el relato en primera persona compromete mucho al lector, pero siempre es como mirar con una mirilla pequeña. Y en tercera persona perdía la potencia de la confesión. Entonces dije, vamos a hacer un capítulo aparejado en tercera persona. Y de pronto mientras escribía, empecé a sentir que había una historia atrás del Polaco que es la que le va contar al Negro: le va a contar cómo llegó su padre con el amigo desde Polonia y cómo él lo jodió a su tío adoptivo, al amigo de su padre, quedándose con su mujer y dijo: “no hagas esto porque te vas a joder vos como me jodí yo”.
Entonces esta historia me llevó a la Argentina de 1906 cuando estaban construyendo el tren subterráneo de Buenos Aires. Si yo hubiera hecho un esquema previo, no hubiera aparecido esa historia. Creo que de pronto una historia te dice: el lector necesita saber cómo era la infancia de este tipo -al lector lo tengo muy presente, es un diálogo. Porque si no sabe qué hacía en la infancia, no puede entender lo que está pasando con este personaje.
Además tiene algo lindo. Si no sabes muy bien por donde va la historia, te llevará más tiempo, pero incluye el beneficio del descubrimiento. Los personajes te van contando historias. Por ejemplo supongamos un personaje central tiene que ir a comprarle a un dealer cocaína, y cuando llegas ahí resulta que el dealer es simpatiquísimo o es un hijo de puta entrañable y entonces dices “este personaje necesita más letra”. Y de pronto se te coló en la historia y te sigue hasta el final. Si haces un esquema ese personaje lo tienes que dejar afuera. Es más riesgoso, pero muchísimo más rico. Yo cada vez que descubro un personaje empiezo a saltar y digo “qué grande, viste este personajes como se apareció en tu vida”.
Siempre escribo varias novelas al mismo tiempo. Me trabo en una porque tengo que resolver algo interno y me paso a otra. Entonces se resuelve sólo en el inconciente, ahí va y ahí trabaja.
DW. En tus novelas hay escenas muy crudas, p.ej. la matanza de Tony Capriano Muller en “El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez” o la violación y subsecuente asesinato de Gladdys en “Los muertos siempre pierden los zapatos”. ¿Qué efectos buscas producir con estas escenas de extrema violencia? ¿Combaten la violencia en la vida real?
—RA. No, en todo caso quiero mostrarlas, yo creo que mostrar es suficiente. No creo que los mensajes sirvan para mucho. Un mensaje necesita a alguien dispuesto a oír. Si no te escuchan serás un predicador en una plaza hablando como un tonto para salvar tu alma, nada más. Creo que las escenas de violencia, si son excesivas, ya por ejemplo American Psycho, te saturan. Pones una barrera de por medio y ya está. No te joden más. Si vienen mezcladas con otro tipo de ritmo es como si de pronto andas en la calle y alguien te mete una trompada en la calle y dices “¿qué pasó?”. No es lo mismo que te subas a un ring y te metan 77 mil trompadas. El entorno es otro. Entonces este tipo de escenas de violencia creo que manifiestan la violencia de la que somos capaces. En realidad eso sucede todos los días y aun cosas peores. El problema es cómo las usas. Trato de usarlas con cuentagotas.
DW. Sin morbo…
—RA. No. Es el problema del lector. El lector lo puede leer con morbo o no, pero tiene que ver con lo que decía. Creo que la literatura es un campo de laboratorio personal del lector que está construyendo la historia cuando la lee. Entonces de pronto te metes en una historia, un grupo de violadores por ejemplo, y no vas a violar a nadie, pero estás un rato en la cabeza del violador. Es un poco de voyeurismo. Es mirar lo que no te atreves hacer, pero es saludable confrontarse a eso. Entonces las escenas de violencia hay que manejarlas con cierto equilibrio. Es como las escenas de sexo. Tengo pocas escenas de sexo, de sexo normal -no de violación que eso es violencia que es otra cosa. Porque el sexo también satura. Entonces me resulta más expresivo insinuarlo. Fíjate que en las tragedias griegas, en ninguna de ellas aparece el momento del asesinato. Yo creo que con el sexo pasa lo mismo. Puedes enunciarlo, lo construye el lector. Hay que tener confianza en el lector. Si es un buen lector, no es tonto y lo puede construir en su cabeza según su experiencia y ya está.
DW. ¿En qué medida dirías que tus novelas son testimonios de lo que viste y viviste en Argentina? y ¿qué importancia tiene eso para ti?
—RA. En mi país han pasado cosas demasiado horrorosas para que uno las salte para arriba como si no existieran. Y tomar conciencia de ellas significa tal vez -sólo tal vez- que no vuelvan a suceder. Creo que cuando uno escribe siempre trata de reescribir la historia de la mejor manera posible. Lo que sucedió mal, tratar de hacerlo de otra manera. Se vuelve una especie de dios inverso, reconstruye lo que pasó de otra manera. Entonces sí, tienen que ver con la Argentina, tienen que ver con mi historia personal, no puedo escribir de otro lado, nadie escribe de otro lado.
Yo creo que una de las cosas más potentes que tiene la literatura es la capacidad que tiene de “confesarnos”: no porque encuentres tu historia sino porque revelas tu punto de vista. Yo miro desde aquí. Como periodista uno siempre se encuentra con este problema. Hay gente que dice la objetividad… ¿qué objetividad?, ¿de qué objetividad estamos hablando? Lo mejor que puede suceder es que seas suficientemente honesto como para que en tu texto sea transparente de dónde estás mirando. Entonces el lector dice “Ah, mira de este lado. Yo estoy de acuerdo o no estoy de acuerdo”.
Entonces en mis historias aparece eso, claro. Cuando era chico, hubo varios golpes militares, bombardeos, muertes, torturas. Me crié en esa relación de fuerza y política. Lo que hace que en definitiva fuera absolutamente lógico que terminara en la guerrilla, la lucha armada y luego en la cárcel; no terminé muerto de casualidad.
Entonces claro, construyo historias de lugares geográficos que conozco porque he vivido ahí. En la Patagonia he vivido 15 años. Viví un año en Buenos Aires cuando salí de la cárcel y no me encontraba bien en Buenos Aires. Era una ansiedad permanente, una sensación de todo se quebraba muy rápido. Para escribir una novela tienes que tener la sensación de que vas a poder terminarla alguna vez. No la tenía. Fui a visitar a unos amigos a la Patagonia, pedí trabajo en un diario, me dieron un muy buen trabajo y me quedé 15 años allí. Entonces descubrí que allí había tantos ladrones como en cualquier parte y tantos políticos corruptos como en cualquier parte y que de pronto el crimen podía establecerse en un lugar que no fueran los boliches de alterne, los bares de alterne con putas en la noche, sino en lugares soleados en pleno campo. Entonces me atrajo mucho esa exhibición de la negrura bajo el sol. Bueno, y empecé a trabajar sobre ese espacio.
DW. Mencionaste la guerrilla. Cuéntanos un poco sobre cómo te hiciste guerrillero. Creciste en una época en la que ocurrieron varios golpes de Estado [1955, 1962, 1966, 1968].
—RA. Lo que pasó en estos años en Argentina -para cualquiera que tuviera mi edad- era la demostración del fallo absoluto de cualquier sistema ni siquiera medianamente democrático. No funcionaba. Entonces está por un lado el ejemplo de la Revolución Cubana que fue posible. Así en toda Latinoamérica empieza a aparecer la lucha armada como única opción para llegar a un gobierno que se pudiera sostener con algo. Si no lo sostenías con las armas, no lo podías sostener con nada porque te pasaban por arriba. La violencia estaba instalada desde arriba hacia todos los niveles. Entonces empezaban a surgir en Argentina organizaciones armadas que seguían un poco el modelo cubano, con algunas influencias -muchas- de la guerrilla judía en Palestina.
Yo había empezado en el Partido Comunista. Después el Partido Comunista optaba por la línea pacífica. De aquello ya estábamos cansados, y el 80% se fue para otro lado. Entonces para toda mi generación fue la única opción posible.
Además, en los años 70 ya tenías el caso de Vietnam muy visible. Como un país de gente desarrapada y un calzado con suelas hechas de goma de camión podía enfrentar un país como Estados Unidos en una guerra de liberación. Y bueno, yo me sumé primero a una organización que era muy pequeña, luego me sumé a la ERP, luego nos fuimos al Ejército de Liberación 22 de agosto.
DW. ¿Qué tipo de acciones hacía la guerrilla concretamente?
—RA. Yo diría que en general más allá de las diferencias políticas lo que se hacía en la guerrilla era propaganda armada. La demostración de que es posible poner una fuerza armada, una fuerza que dé una respuesta a los de arriba, como camino hacia -en algún momento- construir un frente político que te permita tomar el poder.
Entonces lo que se hacía eran distintas cosas. Por un lado lo que se llama operación de pertrechamiento que son generalmente el tipo de operación que te permite conseguir armamento o dinero: asaltos de bancos o lo que fuera, secuestro extorsivo o todo lo que fuera en función de dinero. Y por otro lado las acciones de publicidad de concientización política de la lucha armada: desde pintadas en lugares más inverosímiles hasta repartos. Eso era secuestrar a las cinco de la mañana un camión que llevaba lácteos a supermercados y llevarlo a alguna villa de emergencia, un barrio de chabolas, y repartir la leche para que la gente se la pudiera tomar. Digamos que el tipo de acciones que se hicieron permanentemente fueron esas. Hubo intentos de alguna gente de establecer una cabeza militar en zonas de monte en Tucumán. Eso fracasó estrepitosamente. Pero la función era la necesidad de confluir y en algún momento ser un partido político. Casi todos teníamos algún tipo de expresión política no armada, según como fuera la circunstancia.
DW. ¿Cómo continuó la lucha cuando te tomaron preso?
—RA. Yo caí en el año 74, poco antes de que muriera Perón que estaba en este momento en el gobierno. Argentina tenía un clima terrorífico porque cierta parte del gobierno de Perón había establecido las Tres A [Alianza Anticomunista Argentina] que era un grupo fascista, anticomunista que salía a amasar a cualquier delegado que hubiera, delegado de fábrica, en fin lo que hubiera. Las calles estaban llenas de coches con sirenas -porque ya había civiles con sirena- había combates en cualquier esquina, había desapariciones. Y el grupo de las Tres A era muy pequeño. Luego les sirvió de sello inclusive para la policía de cualquier color, de cualquier instancia, para secuestrar gente y luego legalizar a esa gente en la cárcel sin haber un proceso o matar a la gente directamente allí y firmar las Tres A.
Nosotros no hacíamos acciones armadas porque había un gobierno democrático. Tienes que aprovechar las instancias democráticas y no joderlas. Entonces lo que hacíamos era sobre todo acciones de apoyo a reuniones masivas por ejemplo de los barrios de chabola, villas de emergencia que sabíamos que podían ser atacadas por la derecha y que fueron atacadas más de una vez. Entonces de pronto era proteger a esa gente de los ataques y que pudieran organizarse. Pero ya al final de este gobierno que termina en el 76 con un golpe de Estado se empieza a volver a la lucha de confrontación.
DW. ¿Nunca quisiste ser otra cosa de joven? ¿Nunca buscaste en una vida más tranquila, un empleo seguro?
—RA. Cuando creces en este clima dejas de ver opciones de otro tipo. Allí la buena voluntad no te lleva a ninguna parte. Si la buena voluntad no está apoyada con algo duro, te joden, te pasan por arriba. En el 83 se vuelve a la democracia, cuando gana el presidente Alfonsín. Los que habíamos estado presos teníamos muchas cuentas por saldar. Todos habíamos sido torturados de una u otra manera. A muchos -a mí no por suerte- les desaparecieron a la madre, al padre, al hermano; algunos aparecieron muertos, otros no, algunos nunca más aparecieron. Cuentas pendientes teníamos muchísimas, pero todos éramos políticos. Entonces las cuentas pendientes te las metes en el bolsillo. No se hizo ningún tipo de acción de represalia contra esa gente. Al contrario, lo que hubo fue un apoyo estricto a todas las opciones legales de llevarlas a juicio en función de no joder una etapa democrática que es mucho más rica que cualquier otra. Estaba allí, había que cuidarla. Está allí todavía, hay que cuidarla. Pero tampoco permitir que en nombre de la democracia el pasado sea borrado y olvidado. ¿Entonces cuál era el camino? Hacer las mil y una para llevarlos a juicio. Eso ha seguido avanzando.
Esas fueron un poco las razones porque llegas ahí. Si no tienes otra opción, tienes que defenderte. Si tienes otra, la haces, porque realmente el ejercicio de la violencia nunca es gratuito, siempre te cobra algo.
DW. Estuviste diez años en la cárcel. Es muchísimo tiempo. ¿Cómo fue esta etapa para ti?
—RA. Yo creo que si ves la historia en los libros, en los testimonios de los presos políticos a lo largo de la historia, te vas a encontrar con un perfil común. No es lo que les sucede a los ladrones en la cárcel. Los ladrones en la cárcel aguantan ahí porque la vida está fuera y estarán -cuando salgan- donde estuvieron antes de caer presos. El preso político sabe porqué está ahí y aprovecha todas las instancias posibles para seguir desarrollándose.
Entonces, si tenías un compañero que era un antropólogo, por ejemplo, era inevitable que lo agarraras de las pestañas y el tipo de pronto durante un mes hiciera reuniones. Durante un tiempo las podías hacer a la vista y en otro tiempo tenías que disimularlas alrededor de un tablero de ajedrez. Dos simulaban jugar y el resto simulaba mirar para que este compañero explicara lo que era la antropología, su campo de trabajo, qué había hecho, qué no había hecho. Y el otro era economista y el otro había sido decano en una universidad y el otro había sido un dirigente de base de una cooperativa algodonera en el culo del mundo, allá en el Chaco, en el medio de la selva. Entonces compartías todo eso, lo que te permitía seguir creciendo, baldado, está claro. Hay una parte tuya que no puedes desarrollar. Pero en la otra sí creces. Entonces como experiencia es muy bestia porque además no fue fácil, fueron tiempos muy duros.
Ahí te encuentras con que el ser humano es capaz de todo, de las cosas más angélicas y de las hijoeputadas más horrorosas. Todo está allí. Te muestra que eres capaz de casi todo lo posible. Yo creo que si en la cárcel te dicen que te vas a quedar diez años, te mueres. Lo que pasa es que también tienes un lugar de lucha, tratas de que no te pasen por arriba. Lo que intentaron sobre todo en la dictadura militar fue quebrarte, romperte internamente con presiones sicológicas, con presiones físicas, con el aislamiento de tu familia, con hacerte comer sólo... Entonces tu espacio de lucha es que no lo consigan. Haces lo que puedes para que no lo consigan, sigues estando en lucha y te vas construyendo.
DW. ¿Estabas informado de las cosas que pasaban fuera?
—RA. En una época, en plena dictadura, no teníamos diarios, pero nos armábamos. Si algún compañero tenía un hermano o una hermana al que le interesaba -suponete- la economía, le decía: “mira, cuando vengas a la visita haceme el favor de leerte todos los diarios. Hacé un resumen de lo que pasó en la economía esta semana”. Y el otro sabía lo que pasó en la política internacional, y el otro en lo sindical. Entonces cuando venía de la visita -yo fui página internacional en una época- me juntaba con todos los que tenían información internacional y me la contaban, yo la memorizaba, hacía una síntesis y entonces al otro día salíamos al patio donde la gente suponía estar jugando al ajedrez o al dominó y llegaba la página de política internacional y te contaba lo que estaba pasando fuera. Y después se iba y venía la página de deporte, etc. Entonces claro, los familiares se asombraban de cómo sabíamos todo lo que pasaba fuera. Bueno, lo sabías de esa manera.
Pero eso tiene dos cosas: por un lado estabas haciendo algo que estaba prohibido. Si te enganchan, te iban a dar una paliza para el carajo e ibas a estar en los calabozos de castigado. Por otro lado los estabas jodiendo, estabas ganando una pequeña batalla y además no estabas aislado.
Todo ese tipo de mecánicas existen en todas las cárceles de la tierra entre todos los presos políticos: inventar sistemas morse para comunicarse a través de la pared con golpecitos y pasar las noticias a través de las paredes; tratar de contrabandear de alguna manera la lapicera con punta muy finita para -si tienes algún texto- escribirlo muy chiquitito en papel de fumar, enrollarlo, envolverlo en plástico y guardarlo en la nariz y si vas a otra cárcel te lo llevas. Te llevas una copia. Entonces los documentos, los papeles, los libros van circulando de cárcel en cárcel metidos en la nariz, metidos en el culo, metidos en donde sea, pero circulan. En este sentido como experiencia vital es muy importante. Porque consigues que no te aislen, que no te quiebren y aprovechas un espacio que no se te da comúnmente.
Yo recuerdo con mucho cariño que había unas reuniones que hacíamos en una cárcel de grupos absolutamente mixtos, donde de pronto tenías un agricultor de subsistencia del fin del mundo, un exdecano de una universidad, un físico, un dirigente sindical o un delegado de fábrica. Cada uno iba contando su historia en un plano de absoluta igualdad, lo que no se da nunca porque este agricultor de subsistencia muy pocas posibilidades tiene de sentarse con un decano de una universidad y ser escuchado en el mismo plano de igualdad. Entonces como experiencia es extremadamente rica en ese sentido.
Los días se viven de a uno. Entonces tratabas de no pensar cuándo vas a salir, porque cuando empezó la dictadura militar todos teníamos la impresión que no íbamos a salir nunca en libertad, que nos quedábamos ahí hasta que el mundo desapareciera o nos mataban antes. Entonces cada día era el cada día. Hoy estás vivo, bien, vamos por delante. Como experiencia es muy bestia, muy rica. Es preferible no tenerla, pero… [Risas].
DW. ¿Cómo es la situación hoy en Argentina? ¿Todavía hay una discusión pública fuerte al rededor del tiempo de la dictadura?
—RA. Sí, es un pasado cercano. Ha habido una intención clarísima que no ha habido en otros países, como Chile o Uruguay, por ejemplo, donde podrías encontrarte algo muy semejante.
Hay una conciencia militante alrededor de eso. Iban apareciendo grupos como “grupo de hijos” que es una agrupación de hijos de desaparecidos. Ese grupo no sólo ha seguido impulsando todo lo posible para saber qué pasó con sus padres, sino que han hecho -aun cuando aparecieron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final que impedían juzgarlos- empezaron a hacer lo que se llama “escraches” -en Chile lo están empezando a hacer ahora. “Escrache” es una palabra de lunfardo que significa “fotografiar”. “Escrachar” es “sacarte una foto” o “ponerte en evidencia”. Alguien viene y me cuenta algo tuyo que no querías que se supiera y te digo: “sabés, te escrachó”.
Entonces este grupo es muy grande y además apoyado solidariamente por organismos que no son de hijos. De pronto se enteran que un torturador está viviendo en un determinado barrio, en un lugar, y van y lo comprueban con alguno que fue torturado y le conoce la cara. Entonces saben que en esta casa vive un tipo que estuvo trabajando en un campo de concentración o que era médico ahí. Entonces un día, se instalan en la calle 300 tipos y empiezan a tocar timbre y pegan los afiches y le hablan y le explican a cada vecino, quién está viviendo en esta casa, qué hizo, qué no hizo. Se quedan tres días ahí. Y le joden la vida porque de pronto la mujer del tipo va a la panadería y dice: “Deme un kilo de pan.” Y le contestan: “No hay pan.” - “¿Cómo que no hay pan?” - “No hay pan”. Empieza a surgir un tipo de justicia por otro lado. No te podemos llevar a la justicia, bien, pero la gente sabe quién sos. Andá a explicar a tus nietos o a tus hijos quién sos, lo que hiciste, bueno, andá y explicalo. Todo eso costó mucho.
DW. ¿Siempre lo hacen de forma pacífica?
—RA. Sí, hacen ruido en la calle. No lo van a tocar. Nadie va a pegarle. Lo que pasa es que lo ponen en evidencia. Lo ponen en absoluta evidencia, que los vecinos sepan con quien conviven y que los vecinos hagan lo que quieran con eso, que no lo saluden más, no sé, el problema es de los vecinos. Pero si el señor saca a pasear al perrito que sepan quién es. La cuestión no es tocarlo.
DW. ¿Y cómo encuentran a esa gente? ¿No están escondidos?
—RA. Esto costó mucho porque desde la primera llegada de la democracia en el periodo del 83 hasta los 90 era algo que la gente prefería no tocar, un tema del que prefería no hablar. Los que hablaban eran los que habían estado implicados. Además trabajaron con un empecinamiento de santo. Hay un agrupamiento de exdetenidos y desaparecidos que se juntaron, o sea, gente que fue desaparecida y que por una o otra razón luego fue puesta en libertad o legalizada en alguna cárcel. Cada uno de ellos se sentaba en su casa y empezaba a recordar los lugares donde había estado, los sobrenombres que tenían los torturadores, los nombres de prisioneros que había oído. Escribía cada uno sus datos. Eso es un ejercicio jodido, mirá que te puede doler. Y después empezaron a cruzar todos estos datos y de pronto empezó a salir que tal sobrenombre era de un cabo, de un sargento, de un general o era de éste o del otro. Y empieza a aparecer quiénes eran los tipos que estaban en los campos de concentración y gracias a eso los puedes llevar a juicio. En un empecinamiento bestia durante el gobierno de Kirchner (el gobierno previo al de Fernández ahora) se pudo derogar las leyes que impedían que los pudieras llevar a juicio, con lo cual son enjuiciables todos los que participaron en la tortura. Y además se convirtieron en museo de la memoria tres centros de reclusión clandestina de torturas. Están allí, con fotos, con los tipos que los torturaban a todos los compañeros desaparecidos y muertos allí. Esto es lo que sucedió, ya verás qué haces con esto.
No, no se perdió. En el sentido de todos los avatares económicos y las crisis cíclicas y todo lo demás, ha habido una especie de “saneamiento de la memoria”.
DW. ¿Pero es difícil juzgarlos incluso hoy en día?
—RA. Antes de que yo me viniera hicieron los juicios testimoniales, pero no se los podía enjuiciar a los tipos, no se podían condenar. Pero se encontró un truco: se convocaba a esos torturadores, -los convocaba un juez- en búsqueda de datos de gente que había pasado por los lugares donde ellos estaban. Y los tipos no se podían negar a ir. Si no iban, te llevaban con la fuerza pública. Entonces empezaban a celebrar estos juicios testimoniales en distintos lugares de toda la Argentina y era terrorífico. El tipo estaba sentado ahí y decía “no recuerdo, no recuerdo nada” y los que iban pasando como testigos eran los tipos, las mujeres que habían torturado estos hijos de puta. Era una exposición pública muy fuerte. Era otra forma de justicia, una forma de justicia paralela, que de alguna manera ya dio un salto distinto cuando se derogaron esas leyes y ahora con los mismos testimonios se los puedes llevar a juicio.
Entonces eso está todo el tiempo ahí, porque ellos siguen estando allí. Pero al mismo tiempo tienes algunas cosas jodidas. Por ejemplo ahora condenaron a Luciano Benjamín Menéndez que el mismo se llamaba “el Chacal”, general de Córdoba, y a Antonio Bussi que fue el rey de la provincia de Tucumán. Había un campo de concentración que se llamaba “la escuelita”. Es una escuela que habían tomado ellos, a cien maestros y alumnos y la tenían para torturar gente. Yo conocía gente a la que le pasaron el soplete por el cuerpo. Este tipo, en un momento se presentó a elecciones y fue elegido gobernador. Ahora ¿quién va a enjuiciar a los que lo votaron? Porque lo votaste y el tipo fue gobernador y terminó su mandato. Y después de esto se presentó a diputado y ganó. Nada más que en la cámara de diputados decidieron no admitirlo, pero la gente fue y lo votó. Entonces, la contradicción está ahí flotando todo el tiempo. Los hijos de puta a veces empiezan a gustarte.
DW. Muchísimas gracias. Esperamos leer todavía muchas novelas tuyas.

Nota:
[1] Se trata del asesinato a María Marta García Belsunce.
© Doris Wieser 2009
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

jueves, 24 de julio de 2014

Al gato le arde el culo



Esta frase de Sampedro me llevó a recordar una escena de “Terror y miseria del Tercer Reich”, de Bertolt Brecht, que citaré de memoria. La escena remite a un personaje llamado Robert Ley, que sirvió a Hitler creando el Frente de Trabajo Alemán (DAF) y la “Fuerza de la Alegría” -además del sindicato vertical- que contaban con muchos trabajadores voluntarios.
La cosa sería más o menos así:
El doctor Ley se encuentra con un empresario que le pregunta cómo ha logrado que los trabajadores acepten voluntariamente lo que antes hubieran resistido con todas sus fuerzas.
Ley sonríe y le propone que le de comer rábano picante –un equivalente en ardor a las guindillas o el ají picante- a un gato manso que, a unos pasos, toma el sol.
El empresario agarra al gato y trata de que se coma la pasta de rábano. Y el gato, que no es ningún boludo, la escupe y lo llena de arañazos.
-Ese no es el método- le dice el doctor Ley- Vea cómo lo hago.
Agarra al gato y le emplasta el culo con rábano picante. Entonces el gato, que sigue sin ser un boludo, como se le quema el culo, hace lo único que puede, se lo lame y traga hasta que el culo le queda limpio.
-¿Ve? –dice el doctor Ley- ¿Ve cómo se lo come? ¡Y voluntariamente!
  
El gato no ha cambiado, ha cambiado el método. Tengo para mí que cuando se instala el miedo, a la muerte o a la pérdida de lo poco que se tiene, lo que suele venir luego permite casi cualquier cosa. Tal vez esa sea una razón por la que el pueblo de Israel, por ejemplo, calla ante la masacre de Gaza, o los pueblos de muchas naciones aceptan que les recorten la salud, la educación y sus derechos laborales.
La cuestión entonces no es ser más o menos boludo, sino el miedo, donde te colocan el picante.
Esta es una frase de Robert Ley: “Sobre esta tierra yo creo únicamente en Adolf Hitler. Creo en un Supremo Dios que me creó y que me guía y creo firmemente que este Supremo Dios nos envió a Adolf Hitler”.
Al menos tenía la franqueza de poner las cartas sobre la mesa