lunes, 29 de septiembre de 2014

Escarabajos, morrones, el mito y Kartun

Presentar a Mauricio Kartun y su producción teatral requeriría muchas páginas, con lo que –en tiempos de Google– el que demande detalles que busque, o se conforme con esta breve síntesis. Comenzó como narrador, pero luego se volcó a la dramaturgia, dice que “para tener amigos y compañía”, porque los escritores siempre están solos. Así dejó la narrativa, asumió la dramaturgia y se mudó de sus pagos de San Martín a Buenos Aires, donde estudiaría dirección teatral con un genio como Oscar Fessler y dramaturgia con Ricardo Monti, para transformarse a su vez, con el correr de los años, en maestro de dramaturgos. En 1973, cuando todavía pensaba que el teatro se justificaba por su fin político, algo muy común en aquel tiempo, estrenó en La Plata Civilización… ¿o barbarie?, escrita en colaboración con Humberto Riva, y de allí en más no paró de escribir y estrenar, hasta que se atrevió a dirigir sus propias obras y recuperar el juego del actor en su propio cuerpo. De su profícua producción, El niño argentinoy Ala de criados fueron sus últimos estrenos y, la última de todas, Salomé de chacra, la que tiene mayor vinculación con la génesis de Terrenal. Miradas al Sur se reunió con Kartun en su departamento de Villa Crespo para descubrir las claves de la obra puesta en escena en el Teatro del Pueblo.
–¿Por qué partió de un texto de Flavio Josefo, historiador judío converso?
–Con Salomé de chacra incursioné en la vigencia de los mitos leyendo Los mitos griegos, de Robert Graves, y explorando –en ese sentido los buscadores de Internet son una maravilla, si uno sabe qué busca y tiene criterio– di con la historia de Caín y el origen de la propiedad contada por Flavio Josefo; la tragedia de la propiedad. Según su versión, Caín inventó las pesas y las medidas para hacerse más rico; inventó la riqueza. Y para tenerla no reparó en usar la rapiña y la violencia. Claro, si hay riqueza preocupa conservarla a salvo, entonces también inventó las ciudades amuralladas, para que nadie pudiera entrar ni salir. Todo lo contrario de su hermano Abel, que prefería los bienes naturales, espontáneos. Me gustó como partida para hablar del mal de nuestro tiempo, la propiedad privada.
–Lo que cuenta Flavio Josefo es la reescritura de las reescrituras, porque lo hace casi cien años después de Cristo. O sea que tiene más de invención ficcional que de historia en el sentido actual. Usted reescribe a su vez sobre esa reescritura, sobre esa mirada, para hablar del hoy.
–Josefo no podía saber la historia de Caín, pero desde algún lado la narraba, desde alguna leyenda popular la rescataba; alguna historia que había sobrevivido al tiempo. Y yo hago lo mismo, porque el mito sigue vivo y con fuerza. Los mitos, como el de dos hermanos que se enfrentan por intereses opuestos y terminan en un crimen no se agotan, siempre nos movilizan; siempre están vigentes. La Historia está llena de casos similares que avalan el mito, pero también de muchas leyendas; cosas que se creen sin que fueran necesariamente ciertas.
–¿Como las leyendas urbanas? Ante ellas tal vez no vale la pena preguntarse si son ciertas, sino por qué nos movilizan, por qué creemos en mitos como el de los traficantes de órganos o los “chupasangre”, los que van por ahí robando sangre de los niños, una creencia muy popular en el norte de Argentina.
–Sí, esa es otra leyenda que se cuenta desde siempre y en todas partes. Mi madre era de un pueblo pequeño de Asturias, y contaba que cuando chica le decían que caminara siempre en compañía, y que tuviera cuidado con un coche blanco, porque ahí viajaba gente que sangraba a los niños para la reina, que necesitaba sangre porque estaba enferma. Hay algo universal en esos mitos, casi siempre presentes en la construcción del “otro”. 
–El otro en el sentido de Jean Genet y Sartre, el “negro”, ése que puede tener cualquier color, pero que seguro tiene todos los defectos que lo hacen distinto a nosotros.
–Claro, en el negro de Jean Genet el color es lo de menos. Es notable cómo funcionan ciertos mecanismos. Por ejemplo, hay otra constante universal, otro mito que tiene que ver con eso, con un otro distinto. Cuando se hace presente una minoría en una población mayor, todos dicen que esos comen ratas. Parece increíble, pero se reproduce en todas partes de la misma manera. Unos, la población mayoritaria, comen bien, ellos, los otros, comen ratas. En nuestro país cuando aparecieron los restaurantes chinos se decía que había pocas ratas porque se las comían los chinos. Cuando se acogieron laosianos, también eran comedores de ratas. Siempre las ratas. ¿Por qué? Porque el otro, aquel a quien se desprecia porque siempre es el distinto y casi siempre el más explotado, come ratas, es universal.
–Otro mito que usted pone en juego es personal, y compartido por este cronista, como Nicola Paone, cuando cantaba “¡señora maestra, qué tiene usted ahí!”.
–Sí, tomé eso de mi infancia y convertí la canción de “señora” a señorita maestra, que también es un personaje de referencia en Terrenal; no está por casualidad. Reciclé un mito personal, porque siempre son fuertes, y si persisten en nuestro imaginario será por algo. Hoy en día recupero para la creación lo que me hace feliz, y creo que si uno se divierte, lo pasa bien, el espectador también la va a pasar bien.
–Nicola Paone tenía algo payasesco, y eso nos remite a la ropa de Abel y Caín, que les queda chica por todos lados, como si fueran el Tony, y al maquillaje teatral estilo años ’30, con colorete en los pómulos; como el de aquellos actores del “teatro por horas”, el género chico.
–El vestuario recuerda al teatro de variedades, porque al fin todos somos actores, como lo dice Tatita (Dios) al final de la obra, pero, también la ropa les queda corta porque hace veinte años Tatita los dejó y crecieron, pero no la ropa. Y el maquillaje se parece al de aquellos años, cuando el escenario se iluminaba de abajo, con las candilejas, lo que da sombras dramáticas en los cuerpos y las caras. En los ‘30 se usaba mucho el sombrero, y si los iluminaban desde arriba la sombra del ala les daba en la cara, entonces se fiaban de las candilejas. Era algo propio de ese teatro de una obra detrás de otra, casi todo el día, un teatro continuado.
–En Terrenal, Abel y Caín están todo el tiempo con el sombrero puesto porque se los puso Tatita.
–Sí, pero la diferencia está en que para Abel “se los puso”, y para Caín “les impuso la obligación de cubrirse”. Para Abel la cosa es simple, para Caín es parte de su necesidad de sacralizar todo, como lo hace con sus morrones. Santificando sus actos de avaricia no tiene que cuestionarlos.
–La puesta y los recursos de los actores tienen mucho de circo.
–Quería recuperar la idea del circo y por eso busqué a estos actores, que tienen manejo de la técnica del gag. Al fin es una mezcla de los tres tipos de payasos clásicos: el payaso blanco, el Tony y el Pierrot. Un payaso blanco fue Pepino el 88, que es el que habla con la gente y le cuenta historias. El Tony es el que sufre las cosas y la gente se ríe de lo que le sucede, y el Pierrot es el sentimental. Siempre al Pierrot se le pinta una lágrima en la cara, y es el que recuerda lo perdido. Al fin, son las tres maneras de entrar en contacto, en diálogo con el espectador: contarle algo, hacer que ría de lo que hacemos, jugar con las emociones, recrearlas. En el teatro todo es juego, y quería actores con capacidad de manejarse en los tres registros, que fueran dúctiles, porque al fin son tres maneras de reírse.
–¿Hizo un casting para juntar tres Claudio? Creíamos que era parte del juego, una invención, pero no. Además, a Claudio Rissi se lo conoce más haciendo de malo en la televisión.
–Parece, pero es una casualidad. Busqué a Da Passano, Martínez Bel y Rissi porque son actores con una gran capacidad expresiva, con muchos registros, lo que me permitió esta puesta en escena. Da Passano y Martínez Bel manejan muy bien el gag y el humor, y es cierto que a Rissi se lo conoce como “el malo”, pero es mucho más que eso. A veces a los actores les cae como una maldición, que los busquen siempre para los mismos papeles.
–Los directores piensan “para este papel lo llamo a fulano, que lo hace bien”; se aseguran el resultado.
–Sí, pero no deja de ser una maldición, porque muchos actores talentosos son encasillados, y trabajar siempre de lo mismo es poco creativo, cansador.
–Usted alguna vez definió al texto teatral como un pentagrama, ese esquema que no es la música hasta que se la ejecuta. En ese sentido es muy interesante el tratamiento del lenguaje que eligió para Terrenal. Se aparta del naturalismo, tan común y al parecer tan obligado. Parece una apuesta como la que hizo Anthony Burgess en La naranja mecánica, cuando inventó un slang, un argot, para su banda de jóvenes criminales, porque los existentes no le convencían.
–La verdad es que no invento nada nuevo. El teatro, desde sus orígenes, fue un juego del que era parte su lenguaje. ¿No hubo teatro en verso, durante mucho tiempo? El verso no es una expresión “natural”, ni realista, es juego. Después, lo que pasó, es que en el siglo XX, por la influencia del cine, se hizo pie en un lenguaje realista, como el que se habla habitualmente. Y, más tarde, con las telenovelas, el público pidió esa clase de diálogos, que fueron incorporados por el teatro comercial con mucho éxito. Pero mi teatro no busca lo comercial, así que recurro a las fuentes, al juego con la palabra y trato de crear una lengua, una sintaxis, estructuras que sirvan a la obra de la mejor manera; que le pertenezcan.
–En el caso de Terrenal se ajustan de tal manera que pasa desapercibido que las palabras, las frases, no son como las de cada día. Podríamos decir que las palabras y el sentido que les dan los actores  tienen la capacidad, reservada a la poesía, de disparar imágenes en el espectador; de engendrar sentidos más amplios que la literalidad del naturalismo.
–Es una elección poética la que me lleva a crear un lenguaje propio para lo que estoy narrando en la escena. Digamos que si juego con Abel, con Caín, con Dios, uno vendedor de isocas para encarnar anzuelos, el otro cultivador de morrones, y un Tatita gaucho y medio filósofo, la invitación está planteada, no puedo, no quiero eludir la tentación del juego. Es que resulta tentador mirar hacia lo que nos precedió y decir ¿por qué no? ¿Por qué no recuperar ese teatro de la palabra inventada, aunque parezca arcaico? Me resulta irresistible el desafío lúdico que propone la lengua en el teatro. Al fin, todo es juego.

Da Passano, Rissi y Martínez Bel. 
Caín, Abel y Kartún
Las tablas del Teatro del Pueblo son siempre una buena apuesta, y un día de preestreno produce una alquimia especial entre las ganas que pone el público y la energía acumulada por los actores en los ensayos. Suele suceder que el estreno para público, generalmente al otro día, sea desangelado, como si rota la virginidad de la puesta cargar pilas fuera más lento. En todo caso en Terrenal no hay ángeles ni desangelados, sino una troika que se pone las máscaras de Caín, Abel y Tata Dios desde una muestra de teatro que reclama para sí el juego en la actuación y la lengua; pero sobre esto ya volveremos. Digamos que Terrenal comenzó a gestarse con un texto de Flavio Josefo, un escritor muy imaginativo del 93 después de Cristo, que contó la vida de Caín que no cuenta la Biblia. Un Caín cuyo nombre significa “posesión”, que inventó el comercio, el acaparamiento, las pesas, las medidas y las ciudades amuralladas para cuidar la riqueza de los ladrones. Le faltó inventar los bancos, pero Flavio Josefo no podía adivinar todo.
De allí al escenario. Un lote de terreno, perdido en la tierra de nadie y en el tiempo de nadie, que comparten, a las patadas, Caín y Abel, después de que Tatita (Dios) los dejara allí 20 años antes. Ese domingo gris apunta lluvia. Caín se cabrea. Vive cabreado.
Abel: Natalicio. Al primer chaparrón la tierra da su fruto. Hoy nacen. Desde lo profundo de la tierra mojada. Una epifanía, hermano Caín…
Caín: ¿Epifanía una invasión de cascarudo? Aquelarre azabache pongalé. ¿Todo lo maldito es negro, será de Dios…?
Abel: No hay criatura más hermosa. Hoy habrá alumbramiento.
Caín: ¡Apagón habrá! Hermosa una cucaracha negra, sí.
Abel: Escarabajo Torito. Lustroso y de cuerno elegante. Un rinoceronte miniatura. Criatura que cada año viene a la tierra a amar y a...
Caín: ¡A comerse mis morroneras viene! Plaga. Que no me dentre ninguno al invernáculo, eh. Cataclismo.
Es que Caín, tomándose al pie de la letra el “ora y labora”, es productor morronero, intensivo, entregado, generador de capital y virtuoso de la acumulación de riqueza. Abel no. Abel vende las larvas del escarabajo Torito a quienes van a pescar al Tigris. De vez en cuando dejan de ofenderse y pasan a los sopapos, porque para Caín su hermano es un atorrante irrecuperable y para Abel, quizás poeta, tal vez vago, el otro es incomprensible. Y entonces, luego de veinte años de ausencia y abandono de sus criaturas, retorna Tata Dios, Tatita. Un Dios vestido de gaucho y acento decididamente riojano, que procura acercar a los hermanos, sin demasiada pasión. Eso sí es comprensible, está cansado de tanta eternidad.
En el juego entre Abel (Claudio Da Passano), Caín (Claudio Martínez Bel) y Tatita (Claudio Rissi) (no es broma, los tres se llaman Claudio, lástima que Josefo sea Flavio) se construye una atractiva y agil metáfora sobre la propiedad privada y su sacralización, desde mandatos sagrados que, inevitablemente, llevarán al crimen; en este caso la muerte de Abel a manos de Caín. Y con esto no se revela nada, porque todos saben qué pasó con Abel. La puesta de Mauricio Kartun no sólo recurre a las virtudes actorales (muchas) de los tres Claudios, también recupera el juego en el habla, en el texto, creando un lenguaje propio para una historia atemporal, con protagonistas bíblicos que viven hoy, en el escepticismo globalizado.
Por los actores, por el texto, por la puesta, porque el juego de Kartún parece juego pero no es chiste, la cita es en el Teatro del Pueblo.

domingo, 21 de septiembre de 2014

La primavera es una metáfora


Vaya a saber uno por qué extraño mandato a los escribas se nos da por mezclar el equinoccio vernal (el paso del invierno a la primavera), la magia, el bolsito con empanada gallega de caballa –que para atún no daba la plata– y el picnic obligado en el Parque Pereyra, al que todos íbamos dispuestos a creer en la poesía y a enamorarnos como perros jadeantes. Seguramente ayudaba que el bucólico espacio lleno de árboles, arbustos y bichos colorados, a los citadinos nos convertía en una criolla versión de faunos en vaqueros persiguiendo ninfas que pocas, muy pocas veces, se dejaban alcanzar.
En cuanto pibas y pibes despegaban, un poco, de la tutela familiar, en sus cabezas hirvientes de hormonas, feromonas y otras monas, el 21 de septiembre se proyectaba como un día especial. En esas alturas de sus vidas aún no sabían que el período de bobaliconería y erotismo campestre tenía fecha de caducidad, que de los 18 en adelante la música sonaría de otra manera, más política, y que el que seguía con los picnic arbolados pertenecía a la marciana raza de los boy scout. Corrían los ’60 camino de los ’70, y tipos como Tanguito cantaban Amor de primavera:
Allá a lo lejos/ puedes escuchar/ a un amor de primavera/ que anda dando vueltas/ que anda dando vueltas…
El Parque Pereyra era como un imán, y pocos recordaban que había tenido otro nombre unos años antes, Parque de los Derechos de la Ancianidad, cuando el gobierno de Domingo Perón se lo expropió a los Pereyra. Historia que Beatriz Guido rescató en su novela El incendio y las vísperas. El estupor de la aristocracia ante una osadía que llenaba de negros un jardín particular, y hasta dónde se atreverían a llegar, si además prendieron fuego al Jockey Club, señora. Si podían expropiar a los Pereyra Iraola el apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina. Claro, para los picniqueros de voces en pleno cambio y algún que otro acné, eso era Historia Antigua.
Un poco menos antigua que el paso de la monarquía por ese edén de la oligarquía vacuna, como sucedió cuando en 1887 llegó a Buenos Aires Don Carlos de Borbón y Austria, duque de Madrid, frustrado aspirante al trono de España como Carlos VII y pretendiente del trono de Francia como Carlos XI de Francia y Carlos VI de Navarra. O sea, un personaje con muchos alias pero condenado a jugar en la “B”. Lo trasladaron en un tren especial, con todo su séquito y en la compañía del vicepresidente Carlos Pellegrini. Podemos presumir fiesta campera en gran estilo, porque anotan los cronistas que incluyó salir a cazar ñandúes.
No era la primera vez que la sangre noble visitaba esos campos que un paisajista belga convirtió en un exótico jardín, importando árboles desde los puntos más remotos del globo. Algunos años antes los Pereyra, que venían dedicándose a la cría de ganado Shorthon, ampliaron la familia importando un progenitor cara blanca, de raza Hereford, bautizado Niágara. Diría que Niágara tuvo un destino algo más distendido que Carlos de Borbón y Austria, porque, aparte de distribuir sus genes artesanalmente, porque aún no se había inventado la inseminación artificial, hoy pervive en la etiqueta de un whisky nacional llamado “de los criadores”. O sea, que antes de los picnic en una estancia expropiada por la horda clasista, ya había quién picniqueaba de lo lindo y quién corría detrás de atractivas hembras receptivas. Y que conste que estamos hablando de Niágara.
Pero, volviendo unos pasos atrás, al cambio de categoría, geografía y objetivos al cruzar la frontera de cierta edad, deberíamos reconocer la continuidad de los picnic o de los parques. Porque aunque, parodiando eso de que la guerra es la continuación de la política por otros medios, de Clausewitz, se entraba en la etapa en que el amor era el sexo por otros medios, aquellos ’60 y ’70 estaban infisionados por la política. O sea que el dejar para los imberbes y sus equivalentes féminas los picnic a la sombra, no eliminaba el atractivo del 21 de septiembre y mucho menos la ebullición, como una especie de fiebre del heno, que se traducía en enamoramientos tumultuosos, pocas veces de larga duración, pero siempre de intensidad terremoto fuerza ocho.
Así, el cronista recuerda un campeonato relámpago de fútbol en un picnic distinto, organizado por “troscos”, al que fue invitado porque en su desinformada posición sobre el comunismo –la del cronista– les parecía un aliado táctico, cuando en realidad era un diletante que confundía a Stalin con Lenin y no le parecía grave. Y lo recuerda porque, patadura, fue a parar al arco de uno de los dos equipos que llegó a la final. Partido que se definió por penales, y copa que ganó el cronista atajando dos penales, entusiasmado hasta el delirio deportivo por troscas de miradas húmedas; las “porreras” de Don León. Tanta ingenuidad mezclada con hormonas y consignas merecería la canción que ponen en boca de Tanguito en la película que le dedicaron:
Pueden robarte el corazón/ cagarte a tiros en Morón/ pueden lavarte la cabeza/ por nada.
La escuela nunca me enseñó/ que al mundo lo han partido en dos/ mientras los sueños se desangran, / por nada.
Pero el amor es más fuerte, / pero el amor es más fuerte…

Y, algunos años más atrás, cuando el hermano menor del cronista, un 16 de septiembre del ’55, que presagiaba un 21 sin picnic porque el 23 triunfaría la Revolución Libertadora, se quedó sin cumpleaños porque la Marina del almirante Isaac Rojas amenazaba con cañonear la destilería de YPF y los habitantes de Berisso evacuaban la ciudad llevando lo que podían cargar, en columnas como las que mostraba el cine en la Segunda Guerra Mundial. Columnas que pasaban por el barrio. La torta del cumple, hecha en la casa era, casualmente, un barco con mástiles de caramelo. Aquel pibe sin fiesta y aquella primavera sin picnic.
Tiempo difícil, y siempre doloroso, el de ser muy joven. Aún no se ha desarrollado la coraza de cinismo necesaria, y hasta los festejos por un equinoccio se pueden convertir en una mala historia. Tiempos en que un poema ingenuo, naif, como el que Gabriela Mistral dedicó a la primavera: “Doña Primavera/ viste que es primor, /de blanco, tal como/ limonero en flor./ Lleva por sandalias/ unas anchas hojas/ y por caravanas/ unas fucsias rojas./ ¡Salid a encontrarla/ por esos caminos!/ ¡Va loca de soles /y loca de trinos!”, se puede transformar en una caminata mar adentro, como la que emprendió Alfonsina Storni.
Tal vez por eso, casi cederíamos a la tentación de adecuarnos al ritmo de los tiempos, es decir, a la superstición masiva, para sugerir un par de ritos de transición. Como, por ejemplo, encender velas negras y blancas, en pares, por toda la casa, pintar huevos de gallina como si fueran los del conejo de Pascua, soplarse el ombligo y pensar en ser buenos, ay, muy buenos. Con seguridad esto no sirve para nada, pero mientras lo hace está entretenido y se olvida de las penas, al tiempo que siente cómo la corriente subterránea de la primavera le alborota las venas y sabe que, como es época de siembra, al fin donde haya veinte personas es probable que se formen más de diez parejas.
Por cierto que hoy el Parque Pereyra, ex De los derechos de la Ancianidad, ex estancia “San Juan”, ex hogar de ñandúes que no se imaginaban un futuro de cuadriciclos apestando el campo, sigue más o menos igual, porque al fin los árboles siempre son árboles; los arbustos, esa cosa que molesta, y los bichos colorados también su hacen su picnic con los que se recuestan en el pasto, aunque más no sea para que se les pase la borrachera de cerveza. Eso sí, los manteros africanos antes no estaban. No al menos los manteros de Senegal, que recuperan la presencia de la negritud de los tiempos de Juan Manuel de Rosas, a quien no citamos por casualidad, al fin de cuentas Simón Pereyra, el fundador de la estirpe, era primo hermano por parte de madre de la esposa de Juan Manuel de Rosas.
En fin, humedades. Porque si alguno menor de 20 va de picnic al Parque Pereyra no será justamente para aprender historia. Si no, tal vez, metafóricamente, para alimentar la Historia, porque con la primavera llega el tiempo de la siembra; que también es una metáfora.
(Publicado 21-9-2014 en Miradas al Sur)

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Felipe, el socialista amado por la CIA


Comprar mitos facilones, sin muchos claroscuros, es una tendencia muy humana, que tiene un sector social como exponente destacado, la progresía. Su panteón de ángeles y demonios se alimenta de un pensamiento mecánico que se parece mucho al de ciertas iglesias milenaristas, que reducen los Diez Mandamientos a sólo dos: los buenos y los pecadores. Los buenos son parte del club, los réprobos son todos los otros. ¿Y, qué compra, sin mayor cuestionamiento, la progresía? Complejos personajes plenos de zonas oscuras, porque ejercieron el poder siendo humanos, personas, pero reducidos al afiche en blanco y negro. Esos afiches, esas caras para una camiseta, tienen poco que ver con la realidad, pero tranquilizan.

En esa exposición de buenos malos o malos buenos –a gusto del consumidor– se puede inscribir a John Fitzgerald Kennedy, Fidel Castro, Mahatma Gandhi, Che Guevara, Teresa de Calcuta, Juan Domingo Perón, Baltasar Garzón y sigue la lista, pero esta vez ponemos el ojo sobre otro astro mediático, el ex presidente del gobierno español y lobista del millonario mexicano Carlos Slim, Felipe González.
Por estos días, Felipe González, reconocido protagonista de la llegada socialista al gobierno de España, en lo que se conoció como una “transición modélica”, estuvo dialogando, en el Teatro Colón de Buenos Aires con el músico Daniel Barenboim sobre el tema del día, la búsqueda de la paz entre palestinos e israelíes.


Se puede suponer en Barenboim una cierta ingenuidad bien dispuesta, pero no es el caso de Felipe González. Sus antecedentes obligan a la odiosa pregunta: ¿qué quiso decir cuando dijo paz? En los últimos tiempos la desconfianza ha crecido entre los mismos que salieron a la calle para llevar al PSOE por primera vez al gobierno. ¿Porque la pobreza generalizada vuelve irritable a la gente, y se cabrea con la vida rumbosa de sus antiguos líderes? Sí, claro. Pueden llamarlo envidia, si no da para conciencia de clase.


Por eso la basura que aquellos socialistas, compañeros de ruta de Felipe, quisieron mantener bajo la alfombra –para no dar de comer a la derecha, viejo error largamente repetido– sale a la luz, se comienza a hablar en voz alta, y hasta se pone en negro sobre blanco, como en La CIA en España, del periodista Alfredo Grimaldos.


Sobre la participación del Departamento de Estado norteamericano en la construcción del liderazgo de Felipe González y su remozado partido queda mucho por decir, muchas alfombras por sacudir. Pero, aun poniendo todos los datos en cuarentena, la activa participación de Felipe González en las privatizaciones de empresas estatales argentinas, a favor de multinacionales con bandera de conveniencia, como los corsarios, debiera servirnos de advertencia. O en algún momento dejó de ser socialista o no lo fue nunca, es la divisoria de aguas que pone en tela de juicio no sólo a la transición; también a quienes estaban detrás del levantamiento militar que tuvo como protagonista a Antonio Tejero, disparando al techo del Parlamento el 23 de febrero de 1981.


Una pregunta que nadie contesta: ¿Por qué para el posible gobierno provisional, frustrado porque el golpe abortó, se contaba a Felipe González como vicepresidente para Asuntos Políticos? ¿Delirio del cuál González no sabía nada?


La cosa toma color y consistencia si se asume el punto de vista de La CIA en España, que demuestra lo que muchos saben y callan, que el guión para Felipe González se escribió en EE.UU., y se puso en marcha con el apoyo de Willy Brandt, cabeza de la socialdemocracia alemana, para asentar la corona y eliminar la “amenaza comunista”. El objetivo, bloquear al PC español, que, visto a la distancia y por los hechos posteriores, tal vez no era ningún problema real. Luego de los acuerdos de Yalta, donde quedó repartido el mundo y muy claras las fronteras entre países de la órbita soviética y de la órbita occidental, pocas posibilidades de acceso al poder tenían los comunistas españoles; y menos ganas. Sin embargo, que dirigentes como Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri, La Pasionaria, tuvieran claro qué esperaba de ellos la URSS y aceptaran la monarquía arriando las banderas republicanas, no era suficiente. En el libro Sobre la gesta de los guerrilleros españoles en Francia, de Jean Ortiz –investigador de la Universidad de Pau, Francia, e hijo de un combatiente republicano–, dedicado al corazón español del maquis francés en los Pirineos, aparecen con claridad las diferencias entre los dirigentes en combate y exilio, tanto comunistas como socialistas, con los dirigentes que se allanaban a lo mandado o a lo posible.


Veamos. Felipe González se proyectó, sobre una dudosa imagen de combatiente clandestino –bajo el alias de Isidoro–, usando como uno de sus argumentos de campaña retirar a España de la OTAN. Sin embargo, a un par de años de su gobierno, maniobró un referéndum para afirmar esa integración. ¿Tenía antecedentes esa movida? Sí. En 1979, cuando era secretario general del PSOE, durante el XXVIII Congreso del partido, forzó la mano con una teatral renuncia, porque quería borrar el término “marxista” de la imagen partidaria. Entraba en colisión con su plan real –no el enunciado– que era claramente reformista, capitalista, y dirigido a pactar con la Iglesia y los sectores financieros que, ¿por amor al suicidio?, le dieron paso al poder sin protestar. Al mismo tiempo, renegar del marxismo desarmaba a los sectores internos que, desde la resistencia contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, seguían manteniendo ideas autogestionarias socialistas. Algo que encajaba perfectamente con el modelo ideológico del nuevo PSOE, la socialdemocracia alemana. Pero eso no es todo. Es un secreto a voces que Felipe González fue el “Señor X”, cabeza del Grupo Antiterrorista de Liberación (GAL), fuerza paramilitar semejante a las Tres A que, financiada por su gobierno, secuestró y eliminó a simpatizantes de ETA, antes de autodestruirse por sus propias chapuzas.


Todo esto sería historia antigua si no fuera porque Felipe González a veces mete la nariz en el ventilador. En 2013, los españoles que habían perdido sus trabajos y sus casas a manos de los bancos ocuparon la calle, ante los domicilios de políticos y banqueros, para señalarlos con el dedo. A esas movidas las llamaron “escraches”, tomando la palabra de actos similares en Argentina. La derecha, con su lógica natural y por su responsabilidad política en el desastre, no dudó en calificar de “nazismo” esas protestas. Lo que no era de esperar, al menos para los simpatizantes del PSOE, era que su antiguo líder, Felipe González, criticara duramente los escraches, “porque invadían” la privacidad de las personas y “podían traumar” a los hijos pequeños de los escrachados. Para decirlo suavemente, aquellos que habían sido desalojados de su único techo por la policía, que los arrastraba de los pelos delante de sus hijos pequeños, si alguna vez lo habían apreciado, dejaron de hacerlo. 


Se puede argumentar en su favor que es su opinión, y en democracia ya se sabe. Sólo que para un país devastado económicamente, con millones bajo el índice de pobreza, hambreados y rabiosos, resulta inaceptable que un señor que es muñidor, cabildero, lobista de un millonario y muchas multinacionales, un señor que goza de playas exclusivas en medio mundo y nadie sabe cuánta mosca tiene, pero sí que es mucha, conserve el marchamo de socialista y critique a los que luchan –pacíficamente– por dar techo y comida a sus hijos.
 
Entonces el Colón. El gran Felipe González derrama paz, bondad y buenas intenciones hacia palestinos e israelíes, y el público asistente lo escucha con recogimiento. Dan ganas de ser crítico, el dilema es con quién, porque tal vez la culpa no la tiene el chancho, sino quien le da de comer.

Esto lo publiqué hace un par de semanas en Miradas al Sur, contratapa.


Desahucio: policías y manifestantes en contra. Adivine quién gana.