Yo no
creo en las brujas, pero que haberlas, haylas, aseguró Silvia C. repitiendo con
una sonrisa cómplice un antiguo dicho español. El ateo unió la cosa con las
costumbres “cabuleras” de jugadores de fútbol, actores, cantantes y toreros, ya
que estaba en España, y encendió un pucho, evaluando si lo que acababan de
contarle no daba para un relato de humor cáustico. Porque el ateo, entre otros
oficios, era escritor, y la historia tenía miga.
Alejandro
González Iñárritu, el director de cine que había tenido un gran éxito con tres
buenas películas, “Amores perros”, “21 gramos” y “Babel”,
había llegado a Barcelona para filmar su cuarta película. Silvia C., pongamos
que era amiga de una periodista que le hacía prensa, o producción, no viene al
caso, y la amiga le había contado que G. Iñárritu estaba desconsolado y no
quería comenzar el rodaje, porque todo saldría mal: había perdido una piedra
cargada que le diera una bruja en México. Era su talismán, y sin la piedra era
como Superman ante la kriptonita. En realidad, esa idea cruzó jocosamente la
cabeza del ateo, pero tampoco viene al caso.
La cosa
se presentaba mal, pero, de perdidos al agua, y cuando Silvia C. le propuso
pasarle el teléfono de su madre, que tenía fama de bruja, aunque ejerciera de
forma amateur porque se ganaba la vida con un puesto de carnes en un mercado de
barrio, la amiga aceptó pasárselo a Iñárritu, a ver si se calmaba con un
sucedáneo amateur de su bruja mexicana. Así lo hizo, y el director acojonado la
llamó por teléfono. Lo que retuvo la atención del ateo fue el relato de Silvia
C.
Medio
olvidada del asunto, o porque pensaba que no sucedería nada, no puso al tanto a
la madre, y así fue que recibió la llamada sin tener la más miserable idea de
quién era su interlocutor. El hombre no habría llegado a presentarse, más allá
de aclarar por quién había recibido su número, cuando Chelo –ese es su nombre–,
que enseguida entendió por qué la llamaba, lo interrumpió para decirle que no
importaba quién era, pero que ella sentía que hacía poco había perdido algo así
como su mitad y que eso lo tenía mal.
El ateo
imaginó un silencio contundente y a G. Iñárritu como de piedra. Después de tres
exitosas películas con Guillermo Arriaga como guionista –y ya se sabe, porque
es una discusión vieja como el cine, que guionistas y directores compiten por
la paternidad del niño– habían roto la relación, y que te garúe finito. Para
Iñárritu, lo de la mitad perdida estaba más claro que el agua, y la Chelo, que tenía manos de
ángel para cortar bifes y más sangre andaluza que el leré leré, superaba
cualquier expectativa. Había que ser muy ateo para no ver en ese encuentro casi
casual un toque de magia, una llamada del Destino.
Lo
cierto es que el desconsolado tuvo su piedra cargada, volvió a ser el director
mexicano Alejandro González Iñárritu y comenzó el rodaje en Barcelona, con el
hollywoodense Javier Bardem. El que por un tiempo olvidó el caso fue el ateo;
escritor, ya dijimos.
La
crisis económica estaba haciendo estragos en España y también en la familia
tipo del ateo: mujer y dos pibes, uno heredado y la otra de cosecha propia. El
desastre minaba el día a día, y en el horizonte sólo se veían promesas de
peores desastres. Fue entonces que su mujer le propuso ver a “la Chelo”; como amigos, por la
cercanía con Silvia C.; para al fin pedirle ayuda: una piedra de la suerte era
mejor que nada. Y el ateo, que presumía de no discutir boludeces, agarró viaje.
Al fin, él y su mujer eran ateos y racionalistas, aunque en el caso de ella eso
fuera difícil, porque los españoles nacen católicos.
El
encuentro con Chelo, cuando había cerrado la carnicería, no tuvo escenarios
especiales, ni búhos y sahumerios; que fue en la sala de su casa, como quien
dice en pantuflas. El ateo, esquizo como todo escritor, estaba en dos planos.
En uno como “paciente”, y en el otro, como observador que le hace una
radiografía a un potencial personaje.
Unos
masajes con las manos de la bruja en los hombros, un café y una piedra para
cada uno. La del ateo, azul con vetas celestes, lo que le permitió inducir que
los colores tenían que ver con la magia. Y, cuando ya se iban, la Chelo que le dice, como si
no se atreviera a decir yo no creo mucho en esto: agarrarse de una piedra es
mejor que no tener nada de dónde agarrarse.
La
consigna era no perderla y nunca separarse de ella. El ateo se dijo que mejor
no discutir zonceras, y la pasaba meticulosamente de un bolsillo a otro cada
vez que se cambiaba de ropa. Cosa que se convirtió en rutina, y la piedra azul
viajó en su bolsillo a un festival literario de Bilbao. Allí, rodeado de
escritores, gente que el vulgo suele creer muy inteligente porque escriben, el
ateo contó a quien quisiera oír la historia de Iñárritu y las brujas y las
piedras, porque le parecía muy literaria; decía.
Probablemente
su ateísmo, cuestionado por el pase de piedra de bolsillo en bolsillo, le
impidió ver un brillo voraz, como de hambre de saqueo, en aquellos escritores.
Ninguno dijo ni creo ni no creo en las brujas, pero pedían tocar la piedra,
jaraneaban con que les vendría muy bien tener una, y hasta anda por ahí,
perdida en la red, una foto del ateo mostrando la piedra azul, muy sonriente.
Tal vez
la piedra de G. Iñárritu no estaba bien cargada, o es que para un mexicano la
bruja tiene que ser mexicana, lo cierto es que “Biutiful”, la
película que filmó en Barcelona, fue muy flojita. Así y todo, el hombre, con
códigos, en los agradecimientos finales de la cinta incluyó a Chelo.
Al ateo
se le perdió la piedra azul y ya no tuvo otra. Para qué, si era ateo. Porque el
neoliberalismo, la acumulación desigual del capital, la troika neocolonialista
europea, la mafia de las finanzas, los políticos paniaguados o porque había
perdido la piedra, el penúltimo acto fue el naufragio. No fue especial ni fue
el único, pero los naufragios propios duelen más que las estadísticas. Así, el
ateo, que era, es argentino, ya sin laburo, sin familia y sin un mango, agarró
el bolsito y subió a un avión, porque para remar la distancia era larga; aunque
fuera más barato.
En el
último acto, el ateo, escritor ya dijimos, periodista cuando hay que parar la
olla, escuchó que alguien nombraba a Alejandro González Iñárritu y su última
película, Birdman, que coqueteaba con los Oscar. Jocoso el tipo,
irónico el tipo, disparó un ¡ja!, con Iñárritu compartimos la misma bruja.
Alguien lo miró como diciendo qué me estás contando y, sin quererlo, sin
buscarlo, se encontró escribiendo aquella historia que no había escrito cuando
Silvia C. contó de la pérdida, de G. Iñárritu, de la película, de Chelo y de
las piedras cargadas.
El ateo, que no puede creer en brujas ni bultos que se
menean, y que suele definirse como marxista –salgariano, para quitarle
solemnidad– a veces, entre mate y mate, otra vez en Buenos Aires, repasa las
fisonomías de aquellos escritores concurrentes a Bilbao, reconstruye los
encuentros posteriores, con quién y dónde, y se pregunta cuál habrá sido el muy
turrito desaprensivo que le robó la piedra azul con vetas celestes que le cargó
la Chelo.
Publicado
en Miradas al Sur.
Excelente relato. Me gustó el intercambio de lenguajes coloquiales, ten inherente a los exilios. Y la anécdota, merece ser verdadera.
ResponderBorrarEs verdadera, Jorge
ResponderBorrar