Roberto Arlt
El 1 de
febrero de 1931 el escritor y en ese caso periodista Roberto Arlt asistió a un
fusilamiento en el penal de Las Heras, ciudad de Buenos Aires, reemplazado hace ya muchos años por una
plaza. Leyendo su texto a uno le da por pensar en qué pensaba Arlt durante los
prolegómenos del fusilamiento y en el momento que le daba sus palabras a lo que
empezaba a ser pasado; un hombre muerto en el pasado.
Yo,
pensando en los que podía pensar Roberto Arlt, recuerdo, pienso, tal vez con
mala leche, que en ese penal de Las Heras un tal
Honorio Bustos Domecq, alías de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares,
instaló un reflexivo “detective” carcelario llamado Isidro Parodi.
Pero es
cosa mía. La de Arlt puede haber sido esta ristra de personajes necesarios,
imprescindibles, para entender a fondo un fusilamiento y una crónica. Paso
lista:
Hipólito Irigoyen (o Yrigoyen),
figura reverenciada como gran demócrata por la social democracia argentina, que
fue presidente dos veces. Durante la primera vez hubo un levantamiento de
peones de las estancias de la
Patagonia por reclamos tan mínimos que dan vergüenza
retroactiva. La huelga general fue reprimida por el ejército al mando del
teniente Héctor Benigno Varela, enviado por Hipólito Yrigoyen. Fueron
fusilados, más o menos, 1.500 obreros. Más o menos...
Durante
la segunda presidencia un militar llamado Uriburu le dio una patada en el culo.
General
José Felix Uriburu, el que en 1930
encabezó el golpe de estado que derrocó a Hipólito Yrigoyen y
estableció una dictadura militar, la primera de una larga serie que
se extendería hasta 1983. Para reprimir mejor la creciente lucha obrera creó la
división policial Orden Político. Al frente de ella colocó al comisario
inspector Leopoldo “Polo” Lugones, hijo del escritor Leopoldo Lugones. Este
señor, estando al frente de un instituto correccional, y cuando iba a ser
condenado a diez años de reclusión por la violación de un menor y otros actos
aberrantes, fue salvado por el presidente Hipólito Yrigoyen. Se cuenta que
Leopoldo Lugones padre le pidió "de rodillas" al presidente el perdón
para su hijo por "el buen nombre de su familia”.
Leopoldo “Polo” Lugones
(hijo), estaba al frente de Orden Político, donde torturaba a mansalva y se le
atribuye la introducción de la “picana eléctrica”, moderna herramienta de
tortura, además de los ahogamientos en un tacho lleno de agua y mierda. Un político que fue torturado por él, Carlos
Giménez, lo retrataba luego de esta manera: "Se trata de un antropoide de
mediana estatura, más bien grueso, de tez blanca, de voz un tanto atiplada, de
cara redonda, mirada oblicua y turbia; sus ojos verdosos e informes son el
espejo más claro de su alma tenebrosa; poco cabello de color negro y peinado a
la gomina, su aspecto general es el de un feto grande que al nacer, ve, camina
y habla”.
Años
más tarde, cuando su hija, Piri Lugones, militante popular, era torturada con
la picana, se rió en la cara de sus torturadores recordándoles que la había
inventado su padre.
Severino di Giovanni, fue
torturado como corresponde, por la policía política de José Felix Uriburu, dirigida
personalmente por Polo Lugones. La misma suerte corrió su compañero y cuñado
Paulino Scarfó, que sería fusilado un día después que Severino. Anarquista
italiano radicado en Buenos Aires, di Giovanni escribió en sus horas previas al
fusilamiento:
“No
busqué afirmación social, ni una vida acomodada, ni tampoco una vida tranquila.
Para mí elegí la lucha. Vivir en monotonía las horas mohosas de lo adocenado,
de los resignados, de los acomodados, de las conveniencias, no es vivir, es
solamente vegetar y transportar en forma ambulante una masa de carne y de
huesos. A la vida es necesario brindarle la elevación exquisita, la rebelión
del brazo y de la mente. Enfrenté a la sociedad con sus mismas armas, sin
inclinar la cabeza, por eso me consideran, y soy, un hombre peligroso. (…)
Sepan Uriburu y su horda fusiladora que nuestras balas buscarán sus
cuerpos. Sepa el comercio, la industria, la banca, los terratenientes y
hacendados que sus vidas y posesiones serán quemadas y destruidas”.
Y
ahora, una foto de época y la crónica de Roberto Arlt.
Las 5
menos 3 minutos. Rostros afanosos tras de las rejas. Cinco menos 2. Rechina el
cerrojo y la puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si
corrieran a tomar el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores
iluminados. Ruidos de culatas. Más sombras que galopan.
Todos
vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir.
La letanía.
Espacio
de cielo azul. Adoquinado rústico. Prado verde. Una como silla de comedor en
medio del prado. Tropa. Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la obscuridad. Un
rectángulo. Parece un ring. El ring de la muerte. Un oficial.
"…de
acuerdo a las disposiciones... por violación del bando... ley
número..."
El
oficial bajo la pantalla enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que
parece embadurnado en aceite rojo. Unos ojos terribles y fijos, barnizados de
fiebre. Negro círculo de cabezas.
Es
Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huída hacia las sienes como
la de las panteras. Labios finos y extraordinariamente rojos. Frente roja.
Mejillas rojas. Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso cuello desnudo.
Pecho ribeteado por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas
pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento,
lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la
muerte.
"…artículo
número... ley de estado de sitio... superior tribunal... visto... pásese al
superior tribunal... de guerra, tropa y suboficiales..."
Di
Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza
tremenda de su mirada y de la voluntad que lo mantiene sereno.
"…estamos
probando... apercíbase al teniente... Rizzo Patrón, vocales... tenientes
coroneles... bando... dese copia... fija número..."
Di
Giovanni se humedece los labios con la lengua. Escucha con atención, parece que
analizara las cláusulas de un contrato cuyas estipulaciones son
importantísimas. Mueve la cabeza con asentimiento, frente a la propiedad de los
términos con que está redactada la sentencia.
"…Dese
vista al ministro de Guerra... sea fusilado... firmado,
secretario..."
Habla el Reo.
-Quisiera
pedirle perdón al teniente defensor...
Una
voz: -No puede hablar. Llévenlo.
El
condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a
las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico.
Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quien sabe!
El reo
se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira
arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas
abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el
mate.
Permanece
así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando
los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de
derecha a izquierda y se deja amarrar.
Ha
formado el blanco pelotón de fusileros. El suboficial quiere vendar al
condenado. Éste grita:
-Venda
no.
Mira
tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero
permanece así, tieso, orgulloso.
Surge
una dificultad. El temor al rebote de las balas hace que se ordene a la tropa,
perpendicular al pelotón fusilero, retirarse unos pasos.
Di
Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza,
en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será
para recibir las balas?
-Pelotón,
firme. Apunten.
La voz
del reo estalla metálica, vibrante:
-¡Viva
la anarquía!
-¡Fuego!
Resplandor
subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las
balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las
manos tocando las rodillas.
Fogonazo
del tiro de gracia.
Muerto.
Las
balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece
sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver.
Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa.
Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos
de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del
cabaret. Otro dice una mala palabra.
Veo cuatro
muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son:
Gauna, de La Razón , Álvarez de Última hora, Enrique Gonzáles Tuñón, de Crítica y Gómez, de El Mundo.
Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de
la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:
-Está
prohibido reírse.
-Está prohibido concurrir con zapatos de baile.
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