Por una pipa del 9 arrancó
la gran masacre del puticlub
con "pastillita" en tren gladiador
(puso un huevo y la cosa explotó)
Solari y Beilinson.
Cuatro y veinte de la mañana.
“Natacha Disco”, un sitio para ir hasta con la esposa de uno, y tal vez no la del
otro porque el pueblo es chico y todos se conocen. Luis Walter Talquenca,
inspector en activo de la policía de San Luis, pela la máquina y gatilla
cambiando de escenario hasta quedarse sin balas. En el camino queda muerto un
comisario. ¿Perro come perro?
Podría decir algún filósofo chino que
la inteligencia es la capacidad de descubrir aquello que falta por la forma de
su ausencia; y los amantes del I-Ching no dejarán de encontrarle un sentido
trascendente. Sólo que lo dicho es tan sencillo como el tatetí: cuando armamos
un rompecabezas el vacío de la pieza que falta nos dice cuál es. O sea que echo
en falta la pieza adivinada por la ausencia. Una pieza con forma de “ajuste de
cuentas” dentro de las fuerzas policiales.
Interna y comisario son las palabras
gatillo de mi memoria, nunca mejor dicho.
En 1997 cubrí el primer, luego hubo
otro, triple crimen de Cipolletti. Tres pibas, las
hermanas María Emilia y Paula González, de 24 y 17 años, y su amiga Verónica
Villar, de 22 fueron desaparecidas, buscadas y encontradas muertas, junto a
unas vías, casi en el centro urbano. Pocas veces estuve cerca de un asunto que
oliera tan apestosamente y donde la interna político policial embarrara tanto
el campo, hasta desde las alturas del gobernador Pablo Verani.
El primer malo de
aquella película, que no tenía un solo malo, fue el subcomisario Luis Seguel.
Cuando el caso estalló en las manos de la policía provincial, porque no habían
hecho nada, en pocas horas dieron con los culpables: dos ladrilleros,
alcohólicos y marginales, llamados Hilario Sepúlveda y Horacio Huenchumir; que
estuvieron a punto de ser linchados cuando los llevaron a la comisaría. Pasaron
a mi lado un minuto antes que llegara la multitud furiosa.
Hubiera sido un buen
segundo final feliz para cerrar el caso, porque el primero había fracasado,
cuando los quisieron matar pero como uno de ellos respondió al fuego, tuvo
tiempo de intervenir el juez. Meses más tarde se los encontró inocentes y se
los dejó en libertad, porque las declaraciones de otro marginal llamado Domingo
Aravena, los ubicaban lejos del escenario del crimen. Tal vez fue casualidad,
pero un tiempo después Aravena y su cabeza aparecieron, separados, en el
desierto cercano.
Nunca se supo
realmente quién secuestró a las tres chicas –aunque cierra de pieza fantasma
que era policía y como tal tenía “chapa”-, y las arreó a una fiesta donde se
juntaban políticos, poderosos de la zona, amigos policías, pasadores de drogas
y delincuentes de poca monta al servicio de cualquiera. Nunca se supo a quién
se le escapó el primer tiro contra la menor de las González, que terminó con la
muerte de las tres; seguramente para no dejar testigos. Nunca se supo la
verdad, porque terminó de ocultarla un mitómano delirante que se comió todos los
muertos y ensució aún más la investigación. Nunca se supo, pero tampoco nunca
hirvió tanto la interna policial, filtrando información, pasando pescado
podrido, borrando cualquier pista que llevara a los poderosos del área
Neuquén/Cipolletti.
PERRO COME PERRO- Si no fuera porque la provincia de Río
Negro ya se llamaba así con el indio –Curú Leufú- podría asociarse con esta
clase de jugadas, aunque el escenario cambie de color, se llame Río Colorado y
lo contemos resumido: Todo comenzó con el asesinato de Sergio
Sorbellini (19) y Raquel Laguna (17), el 12 de marzo de 1989. Los llenaron de
balas .22 unas horas después de que habían salido a andar en bicicleta.
La interna policial levantó el
teléfono y apuntó a problemas entre los contrabandistas de carne y ganado en
pie hacia el sur, negocio histórico en Río Colorado, frontera de la aftosa en la Patagonia. Dos
bandas político-policiales, un camión de vacas decomisadas y desaparecidas, los
pibes que meten la nariz dónde no deben y los malos que se la cortan.
También, como en Cipolletti, hubo un
par de vagos detenidos, casi linchados y luego liberados por su inocencia, pese
a “las pruebas” presentadas por el juez instructor Fernando Bajos. Cuando me
permitió ver el arma homicida lo tuve claro: había trampa. Era una carabina de
un solo tiro, con la uña extractora rota, inexistente, y la culata rajada y con
vueltas de cinta adhesiva. Se lo dije: para disparar los más de 30 balazos que
habían dado en la pareja alguien había invertido horas en extraer casquillos
con una navaja, cargar, disparar, extraer. Como para aburrirse entre tiro y
tiro.
Pero el juez tenía un doble peritaje
–provincial y de Gendarmería- que demostraba que las balas habían sido
disparadas por esa arma. A mí no me cerraba, pero al juez sí. Un juez “canero”
siempre cree en los uniformes. Solo que sus amigos lo empalaron sin anestesia y
la carrera del juez Bajos se fue por los caños. Otro peritaje, a fondo,
confirmó que las balas habían sido disparadas por esa carabina rota, pero que
NUNCA habían estado en los cuerpos de las víctimas. Las balas que se recogieron
en las autopsias se perdieron, tal vez en alguna cloaca policial, sin metáfora.
Tal vez en la misma cloaca donde fue a parar la ropa interior de la muchacha,
que cambió de color en el acto de pasar del cuerpo muerto al expediente.
¿Alguien que cuidaba su ADN? Al fin procesaron a cinco policías, uno de ellos
comisario; para nada.
MÁS
PERRO COME PERRO- Jorge Gutiérrez, subcomisario bonaerense. Muerto de un tiro
en la cabeza el 29 de agosto de 1994, cuando retornaba a su casa en el
Ferrocarril Roca. Investigaba la existencia de
cargamentos de droga que ingresaban al país a través de la llamada "Aduana
Paralela", en los depósitos fiscales argentinos (DEFISA). Gutiérrez
había detectado movimiento extraños en los depósitos vinculados a la aduana, y
cuando se quiso ver se encontró con custodios privados y un policía federal que
no lo dejaron pasar. El depósito estaba lleno de camionetas Fiat cero
kilómetro.
Según versiones de otros policías, lo iban a llevar en
patrullero hasta su casa en Quilmes, pero lo dejaron en la estación de
Avellaneda; sin que quede claro por qué cambiaron de planes. Pocos minutos más
tarde, cuando el tren pasaba el ruidoso viaducto Sarandí, le dispararon en la cabeza.
Una mujer vio a los criminales: dos policías de la Federal. A uno, Daniel
“Chiquito” Santillán, que dijo haberlo confundido con un ladrón, lo procesaron,
pero salió en libertad por cuestiones de procedimiento; del otro quién sabe.
MUERTE ENTRE IGUALES- “Perro come perro” es una novela de
Luis Walter Talquenca dice que no se
acuerda de nada. El juez dice que tenía mucho alcohol en sangre. Los peritos
dicen que podría haber sido un brote psicótico.
Un brote con un comisario muerto. Si Talquenca va a la cárcel
será mejor que se olvide de dormir; la cárcel está llena de muertes
accidentales, o psicóticas, o…
A veces me preguntan por qué escribo novela negra. Contesto
que lo mío es literatura costumbrista, sólo costumbrista.
(Contratapa de Miradas al Sur 23-3-2014)
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