Por esas casualidades de las redes
hace un rato di con esta entrevista que me hizo Doris Wieser para su libro
“Crímenes y sus autores intelectuales”. Me sorprendió porque no digo muchas
pavadas, o tan solo las que puedo repetir hoy mismo. Un poco de nostalgia, sí.
Porque corría el 2008, era Barcelona y charlamos en el patio y entre las
plantas que luego se quedaría el banco, como parte de un naufragio mucho mayor.
La pongo en circulación ahora, pese al paso del tiempo, porque al fin de
cuentas habla de “nosotros”.
La advertencia que presenta el libro
dice esto:
“Esta compilación de entrevistas
facilita por primera vez una indagación comparativa de la poética y las obras
de escritores contemporáneos de América Latina y África lusófona, que escriben
mayoritaria o parcialmente novela policial: Roberto Ampuero, Raúl Argemí,
Alonso Cueto, Pablo De Santis, Luiz Alfredo Garcia-Roza, Guillermo Martínez,
Élmer Mendoza, Leonardo Padura, Pepetela y Santiago Roncagliolo. Todas las
entrevistas se guían por la misma línea de investigación. Una parte de las
preguntas indaga la concepción del género policial de los autores, sus modelos
literarios así como las ventajas e inconvenientes de escribir dentro de este
género. Otra parte cuestiona el nexo de la novela negra con el respectivo
contexto sociopolítico, la (des)confianza de la gente en la policía y otras
instituciones estatales, y también las consecuencias de dictaduras militares,
conflictos armados y delincuencia organizada para la sociedad. Finalmente, algunas
preguntas se concentran en aspectos estéticos de las diferentes novelas, las
características de los protagonistas y la inscripción de la trama en un
determinado contexto”.
Doris Wieser
Y la entrevista es esta:
Barcelona, 29 de agosto 2008
El escritor argentino Raúl Argemí (La Plata, 1946), que reside desde 2000 en España, es
autor de seis novelas -casi todas de género negro- galardonadas con varios
premios literarios. En la
Semana Negra de Gijón ya cuenta entre los participantes fijos
y este año fue uno de los jurados del Premio Hammett. Sus novelas tienen una
relación muy cercana con el pasado y presente de Argentina. Argemí fue una de
aquellas personas que lucharon en los años setenta en la guerrilla contra la
dictatura militar. Además fue preso político desde 1974 hasta 1984. Después de
salir de la cárcel y de una breve estancia en Buenos Aires, se trasladó a
Patagonia para trabajar en el periódico Río Negro, además de tener
participaciones en Claves y Le monde dipolomatique. Sus novelas cuestionan el
crimen, la violencia y las razones que llevan a una persona a la marginalidad
sobre el fondo de la historia argentina de las últimas décadas. A pesar del
interés que sus obras pudieran despertar en Argentina, sólo una ha sido
publicada allí (El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez). Las demás se
distribuyen únicamente en España por la editorial Algaida (véase bibliografía
al final). Algunas han sido ya traducidas al alemán, holandés, italiano y
francés.
Este agosto tuve oportunidad de charlar con Raúl Argemí en el patio de su
casa, donde el autor trabaja tranquilamente en medio de Barcelona y disfruta
sin preocupaciones su mate.
—Doris Wieser: Escribes novelas negras. ¿Qué relación personal
tienes con el género negro? ¿Siempre te ha gustado?
—Raúl Argemí: El género con el que primero me topé -porque lo
empecé a leer a los cinco años y no paré nunca- fue el género de aventura y de
acción. Puedes incluir ahí desde Verne, Salgari, historias de cowboys, Tarzán,
por supuesto, todas las historias que tuvieran acción. Y en algún momento
tropecé -cuando tenía 14 ó 15 años- con Chandler. Antes de eso, empecé con
Agatha Christie. Casi es una obligación ¿no? Hasta que uno se empieza a aburrir
con Agatha Christie.
Chandler me daba otra cosa. Uno empieza a desarrollar a cierta edad en la
adolescencia -sobre todo en los países del tercer mundo- una cierta conciencia
social implícita. Uno tiene la sensación de que todo anda para el carajo. Y de
pronto Chandler te explica cosas. Uno empieza a saber que la policía siempre está
en contra y Chandler te explica eso. Yo creo que me ligué con la novela negra a
partir de Chandler y a partir de una colección muy potente que dirigieron
Borges y Bioy Casares en Argentina que se llama El séptimo círculo -por
el séptimo círculo del infierno de Dante- que era una mezcla de autores de
enigma inglés, y algunos escritores de policial dura. De pronto empecé a
descubir a los escritores europeos que me revelaban un mundo en el que yo
vivía: historias duras, siempre un poco marginales, marginales aun para la
gente que cumple las leyes. Cuando los que tienen que asegurar el cumplimiento
de las leyes no lo hacen, lo que te queda es el camino de la marginalidad.
—DW. ¿Había ya una tradición
argentina de novelas policiales o de bandidos y te inspiró además?
—RA. En Argentina hay una larga historia de novelas de bandidos que
empezó ya en el siglo XIX, bandidos populares que existieron como Hormiga
Negra, Mate Cocido, o Juan Bautista Bairoletto, una serie de bandidos rurales,
generalmente todos cortados por el mismo patrón, o sea gente que, no eran
bandidos, que no eran delincuentes y que en algún momento tienen un
encontronazo con la policía, o se desgracian matando a alguien en alguna parte.
Martín Fierro tiene un poco de eso. La historia de Juan Moreira -quien existió
realmente- tiene mucho de eso. Y se convierten en un cuchillo de alquiler o en
tipos que huyen y que son protegidos por la gente en general porque los ve como
rebeldes. La gente que no se anima a sacarse su yugo de encima los ve como rebeldes
y los protege.
—DW. ¿Entonces estas historias
argentinas y tu gusto por la literatura policial europea y Chandler confluyeron
en tus novelas?
—RA. Sí. Cuando me atreví a una primera novela dije, vamos a escribir lo
que me gusta: una novela de acción. Tomé un esquema -Ricardo Piglia dice que
casi todas las novelas tienen una estructura policial por debajo- un enigma que
se va a resolver, algo que guía. Puedes contar casi cualquier historia montada
en una estructura que sea coherente. Bueno, empecé a escribir por mi
experiencia personal: pasé por la lucha armada, estuve diez años preso y la
violencia no me resulta ajena y los resultados de la violencia tampoco.
Entonces me encontré con que no tenía ganas de escribir sobre un personaje
protagónico que fuera policía porque no me gustaba, ni sobre detectives
privados pues me gustaban menos. En Sudamérica son increíbles. Entonces en la
primera novela [Los muertos siempre pierden los zapatos] hice un
recurso: apelé a un periodista -lo más parecido que tienes a un policía en
cuanto a investigación- que mete la nariz en lados equivocados. Quería escribir
algo que me permitía no perderme en la nebulosa. Después descubrí una
determinación que venía por otro lado, de una elección de forma. Las historias
que en el fondo yo cuento en todas mis novelas tienen que ver con la violencia
implícita, la violencia en la vida cotidiana. Y la novela negra creo que es el
mejor modo de poder contarla.
—DW. ¿Qué es para ti una novela
negra? ¿Cómo la definirías?
—RA. Creo que no es un género, es un punto de vista, que puede estar en
una novela policial o en una novela no policial. Yo siempre cito Acaso no
matan a los caballos de Horace McCoy que han hecho película. Se llama Danzad,
danzad, malditos con Jane Fonda. Nadie duda de que sea una novela negra.
Pero comienza con un señor que va a ser juzgado y el juez le dice: “¿Tiene algo
que decir?” - “Sí, le voy a contar: yo fui a un maratón de baile porque me
daban de comer y me pusieron una pareja, una chica, que también estaba ahí, muy
circunstancial como yo. Bailábamos, auspiciados por la radio y nos reventamos
bailando, varios días estábamos allí y de pronto me enamoré de ella. Ella
sufría horriblemente, su vida era una porquería, y me pidió que la matara y la
maté. ¿Acaso no matan los caballos cuando se rompen una pata?” Y no hay
investigación, no hay policía que investigue, no hay enigma. Es una historia de
muerte en definitiva. Bueno, yo creo que la novela negra pasa por ahí. El
protagonista es la muerte más que el hecho policial.
De cualquier manera no sólo escribo novela negra. La novela que va a
salir el año que viene se llama La última caravana. Tiene una estructura
de policial de base, elementalísima, pero después es un gran grotesco. Además
hice una novela de aventura: Patagonia Chu Chu. La editorial la vende como novela negra porque a ella
le conviene, pero ahí de novela negra no hay nada, en tanto lo que yo entiendo
como novela negra.
—DW. Actualmente la novela negra
se escribe en muchos países de América Latina. ¿Existe una conciencia sobre los
problemas sociales y políticos que comparten?
Porque los problemas muchas veces son similares…
—RA. Sí, son similares y puedes incluir Estados Unidos porque la actitud
de las fuerzas policiales en Estados Unidos es la misma que en América Latina:
están en guerra con los civiles. Eres culpable hasta que demuestres lo
contrario. Entonces, ante la duda, antes que protestes, te van a quebrar una
pierna, para que no protestes, y después te llevan a juicio. Cuando sos
inocente te dicen: “Mirá que sos inocente. ¡Qué suerte!”. La actitud de las
fuerzas policiales no es la que se tiene aquí en Europa, que es más humana, más
respetuosa del otro. Entonces en este sentido creo que tenemos algunos puntos
en común.
Lo de Latinoamérica me resulta curioso porque es un fenómeno nuevo. Hasta
hace unos veinte a treinta años el que se animaba a escribir una novela
policial lo hacía como homenaje a…, como parodia de…, porque era como medio
avergonzante escribir una novela policial. Los serios escriben otra cosa. Pero
ha sucedido en los últimos años que de pronto este prejuicio se perdió.
Entonces escribes, de donde puedes, mestizando. Si no quieres tener policías
como protagonista porque sabes que no funciona porque no es tu realidad, y no
puedes escribir de los jueces, un poco toda la historia Chandleriana se te va
al carajo. Philip Marlowe es un personaje que cree en la justicia, cree que
puede haber justicia, y se enoja porque los jueces no la aplican. Cuando vos
estás en Latinoamérica sabés que no la van a aplicar, que es antinatural que
sucediera, ¿no? [Risas].
Entonces en Latinoamérica empezó aparecer una novela que creo que en
buena parte de los casos refleja una fuerte influencia de algo que allí ha
existido por toneladas. Los novelistas son pocos en Latinoamérica y son
recientes. Si miras treinta o cuarenta años atrás la mayor parte eran
cuentistas. No conozco a ninguno de los escritores de Latinoamérica que no haya
empezado con los relatos. Ese formato no te permite desperdiciar palabras y eso
se nota en las novelas, en la búsqueda de una mayor concisión. Si lo puedes
decir con una frase, lo dices con una frase y no con una página.
Además creo que tiene que ver también con el hecho de que la mayor parte
de la gente que hoy ha llegado a la novela negra, en los últimos treinta años,
no son fabricantes de distracción, sino que vienen de una formación distinta.
Son fuertes lectores de todo. El modelo norteamericano ya no lo miras. El
mestizaje le ha dado una potencia muy grande a la novela negra.
—DW. Tus novelas tienen
estructuras muy complejas que exigen mucha atención del lector. Creo que por
eso no corresponden a lo que la mayoría de los lectores considera una novela
policial o negra.
—RA. Yo creo que en España todavía existe el prejuicio acerca de lo que
es un género secundario. Y muchos autores lo escriben como un género
secundario. Si yo parto de que es un género secundario, no me voy a tomar la
molestia de escribir bien, entonces la literatura no aparece por ningún lado.
Este año Leonardo Oyola, un chico argentino, ganó el premio Dashiell Hammett en
la Semana Negra
de Gijón. Tiene dos novelas editadas en España: Chamamé y Gólgota.
Son novelas de una dureza escalofriante, pero además muy bien escritas. Tienen
literatura por todas partes. Las lees y te encuentras con un idioma rico, con
imágenes ricas, con buen manejo de las estructuras, con no ceñirse a un relato
plano, hay una buena escritura de los personajes. Yo creo que es el más bestia
de los que conozco en este momento. Tengo la sensación de que todavía no se dio
todo que se puede dar.
—DW. Hasta ahora has privilegiado
la perspectiva de los criminales, de los autores de los crímenes (excepto en Los
muertos siempre pierden los zapatos). ¿Por qué prefieres esta perspectiva
p.ej. a la del investigador?
—RA. Cuando te preguntas porqué alguien hace algo, siempre terminas
mirando qué está detrás de eso. No digo que con un protagonista policía no se
pueda hacer, pero cuando te encuentras con que el personaje es el que viola la
ley -sea marginal o no, sea simplemente un tipo que metió la pata en algún
momento o tuvo un arranque extraño- te lleva a las razones que lo llevaron a
ese lugar: qué pasó con él. Es mucho más rico como campo de ensayo.
Me interesaba eso porque es un poco lo que te planteas: cuando un tipo,
por ejemplo, tiró a la mujer por el balcón y degolló a los cinco hijos. Los
vecinos salen en la televisión y entonces dan entrevistas: “¿Usted lo conocía?”
- “Sí, creo. Me parecía un hombre muy bueno, no entiendo lo que pasa.” La
pregunta que precede a eso es: ¿Por qué lo hizo? ¿Qué le pasó? Porque si ese
tipo está cercano a mí, ¿cuán lejos estoy yo de que me pase algo semejante?
Algo que es tan gordo que cambia tu vida para siempre. Después ya no serás el
mismo jamás. Serás otra persona, no sabes ni quién sos. Es como hacer un salto
a otro mundo, a un vacío ¿no? Entonces, en el protagonista del hecho criminal
aparece esa frontera que no nos incumbe, que no nos pone adentro.
Además toda la literatura, todas las novelas son un campo de juego
adulto. Uno cuando lee, se engancha, digamos que es un campo de experimentación
con cosas que no te atreves a hacer, que no harías, pero tampoco sabes si no
las harías... Entonces te metes en esta historia y te quedas con la impresión
de que el personaje es un hijo de puta. Estás haciendo un laboratorio con tus
propias pulsiones. La novela negra tiene eso, es muy potente como reactivo de
pulsiones. Entonces el criminal es muchísimo más interesante que el que
resuelve los hechos porque el que mata trasgrede un tabú muy fuerte. No se
vuelve de matar. Ya eres otra cosa. Si pensabas que ibas por algún lado después
te das cuenta lo que hay por detrás.
—DW. A mí personalmente me gusta
mucho tu novela “Penúltimo nombre
de guerra”. Cada elemento, cada detalle tiene una función y el lector
tiene que reconstruir la cronología de los hechos porque hay varias
perspectivas y diversos ejes temporales. Cuéntanos un poco sobre cómo escribiste
esta novela.
—RA. Después de la publicación de Los muertos siempre pierden los
zapatos me volví a enchufar en España con Penúltimo nombre de guerra
que había empezado en Argentina hacía ya varios años. La tenía escrita en un
80% en realidad, pero no tenía claro exactamente porqué la estaba escribiendo,
de qué estaba hablando. Y la pude terminar acá, haciendo un esfuerzo bestial
porque es una novela muy desagradable en el fondo.
A mí me costó mucho escribir esa novela. Ocho años estuve trabajando en
esa novela, pero no porque estuviera ahí todos los días, sino porque, digamos,
había que digerirla. La respuesta más fácil al conflicto de Cacho es que los
torturadores son sicópatas. No, lo peor de todo es que no son sicópatas. Lo
peor de todo en la mayor parte de los casos es que se comportan como
funcionarios públicos. De tal hora a tal hora torturan, de tal hora a tal hora
se van a ver televisión con los hijos o los llevan a un partido de fútbol. Es
mucho más demente todo el asunto. Y entonces te preguntas: ¿estamos muy lejos
cualquiera de nosotros de ser este tipo de funcionario público? Me animé a hacer
una indagación en eso, a ver qué pasaba en su cabeza.
—DW. Además creo que contaste
alguna vez que tiene referentes reales, ¿verdad?
—RA. Sí. Antes que yo llegara a la cárcel ya habían caído dos
delincuentes comunes, que se habían hecho pasar por políticos porque pensaban
que les iba a salir más barata. Se jodieron, hicieron muy mal negocio. Se
quedaron como diez años adentro. Y uno de ellos tenía una característica que me
llamaba mucho la atención. Era un mitómano. Hablaba tres veces con un médico, iba
a hablar con otra persona y le contaba que era médico. Le chupaba hasta los
gestos a las personas. Estos gestos que te hacen sentir mejor cuando ves al
médico y ya te sientes fenómeno. Era como un camaleón, sabes, chupaba. En
realidad ganaba un poco de prestigio mentiroso en un mundo carcelario pequeño,
donde todas esas mentiras terminan por saltar. Y lo que me llamaba la atención
de este personaje es que cuando alguien lo ponía en evidencia él, tenía un
sufrimiento espiritual profundo porque había una parte en él que sí creía en
esa mentira. Él se había apropiado de ese personaje, él era ese personaje.
Entonces cuando lo descubrías era como que algo se le rompía.
Después, cuando estaba trabajando como periodista en la Patagonia supe de un
caso que había ocurrido en el año 69 -en el diario estaban todos los archivos
de ese caso así que me puse a mirarlos. En un paraje de Loncoluán (cabeza de
Huanaco) en la zona de Neuquén, un caserío de mapuches había recibido una
visita de un pastor pentecostal y estuvo un tiempo con ellos ahí y se fue.
Durante un tiempo quedaron ahí ilumándose solos y de pronto se fueron para el
carajo. Pues pensaron que estaban endemoniados. Un día pasaba un comerciante
ahí, alguien que estaba comprando tejidos y cosas de los mapuches, y se
tropieza con el primer muerto en el suelo y va a llamar a la policía. Cuando la
policía llega, había tres muertos ya. Se habían matado porque estaban
endemoniados. Fue un caso tremendo. La defensa llamó como testigo esencial a la
facultad de antropología de Buenos Aires que demostró que esta gente a la hora
de perder la identidad -habían sido culturalizados- adoptaron una identidad
supletoria que era la que les había dejado el pastor y que se habían aferrado a
esa identidad y entraron a un camino sin salida que les llevó a esto, pero que
no eran responsables de lo que habían hecho y los absolvieron. Entonces ahí me
volví a encontrar con un caso donde la identidad personal está en juego.
Y de pronto supe de un caso mucho más pequeño: asaltan la ciudad de
Chipoleti, una ciudad a 50 km
de donde yo vivía. Un tipo se hacía pasar por médico. Atendía a gente y
comercializaba pastillas para el Párkinson como si fueran afrodisíacos. Al
mismo tiempo en las afueras de la ciudad había descubierto una capilla católica
donde no iban nunca los curas. Entonces el tipo un día fue y se puso la sotana
de clérigo y abrió la capilla y daba misa, confesaba, recogía el diezmo. Y la
gente estaba convencida. Pensé, bueno, ese tipo tiene que tener algo para que
la gente le crea que es cura. Entonces pensé acá hay una historia otra vez, una
historia de identidad. Penúltimo nombre de guerra es un cruce de estos
tres personajes, de estas tres historias.
—DW. También “Siempre la misma música” me
parece una novela muy buena. Su estructura es casi tan ingeniosa como la de Penúltimo
nombre de guerra. ¿También tiene referentes reales?
—RA. Siempre la misma música surge cuando estaba preso y teníamos
poco contacto con los presos comunes, pero teníamos. Entonces me llamó la
atención como los tipos vivían una situación política que les era totalmente
ajena, en principio porque la guerrilla había ocupado las calles y les había
complicado el ladroneo, y luego porque la dictadura militar se queja con todo
el negocio de tráfico de lo que fuera. A esos tipos les importaba un carajo lo
que estaba pasando, pero repercutía en su propio negocio. Entonces me di cuenta
que había un punto de vista ahí para narrar. Entonces cuento una historia en
definitiva griega, padre (padre putativo) e hijo, mujer en el medio. Ahí pesa
mucho el escenario en que se mueven, la dictadura militar y todo eso. No es una
historia en rigor de marginales, sino marginales en esa circunstancia, donde se
ven obligados a hacer alta política para poder sobrevivir, no porque les interese
la política.
—DW. “Patagonia Chu Chu”
es la más amena y humorística de tus novelas y sus delincuentes no parecen ser
malos de verdad. Podría leerse como un western cómico y paródico a la Argentina. ¿Cuál era tu
objetivo al cambiar de tono?
—RA. Antes de venir a España había empezado a escribir Patagonia Chu Chu que podía ir por dos
caminos distintos, uno muy desagradable y otro muy querible. Y cuando estaba
terminando Penúltimo nombre de guerra empecé a sentir la necesidad de
escribir Patagonia Chu Chu,
pero con el camino querible porque estaba harto de personajes desagradables.
Quería una novela donde todos los personajes fueran queribles o que pudiera
querer, donde me la pasara bien y el lector también.
—DW. Con “Retrato de familia con muerta”
dejas un poco el tema del pasado político de Argentina y haces una indagación a
la sociedad argentina de nuestros días. También tiene una estructura compleja,
con varios planos, escenas que parecen de teatro…
—RA. Retrato de familia con muerta empieza a trabajar sobre un
hecho real. Eso sucedió en el 2002 y me pareció horroroso (1). Matan a una
mujer, le meten seis balazos y después la lavan, la maquillan, hacen mil cosas
para hacerlo pasar por un accidente en la bañera. Pues con cinco balazos en la
cabeza es una cosa demente. El caso ahora está en juicio, no creo que se
termine de resolver nunca. La ficción tiene la posibilidad de contarla de otro
lado e imaginar un poco lo que sucedió.
Y ahí también uso estructuras que son del cine en definitiva. No hay por
qué suponer que una novela tiene que ser lineal. En el cine de pronto te juegan
con planos, pasado, flashback, etc. En el cine estamos todos acostumbrados,
cuando lees una novela se dice “uuhm, mira, qué experimental”. De experimental
no tiene nada. Sabes eso ya se hizo hace tanto tiempo que es viejísimo. Creo
que los cambios de tiempo hacen que los elementos aparezcan en el momento en el
que tienen que aparecer y son más potentes. Si de pronto te vas al pasado para
que se entienda bien la historia, para explicar a fondo lo que está haciendo
este personaje en este momento, este es el momento para hacerlo. No tienes por
qué contar una historia de 300 páginas y recordar que en la página 15 -cuando
vas por la página 280- al personaje le pasó tal cosa.
—DW. ¿Cómo encajas los pedazos de
la trama? ¿Ya conoces la cronología de los hechos que quieres narrar antes de
escribir una novela?
—RA. No, nunca. Yo no puedo trabajar así. Lo que sé es donde comienzo y
donde voy a terminar. Y después voy buscando el camino. Y la forma que va a
tener me la dicta la historia. Yo creo que hay que escuchar a la historia. La
historia de pronto te va a pedir que la cuentes con un ritmo mágico rosa, con
un ritmo más lento, te va a pedir escenas pacíficas, escenas de muchísima
acción. Y luego te enteras, cuando terminaste, qué historia has escrito.
Por ejemplo, Siempre la misma música en rigor fue originalmente un
relato de unas treinta páginas. Un relato centralmente del personaje del Negro,
a quien hacen llevar un coche en una ruta de la Patagonia, y todo lo
demás eran fragmentos del pasado. Nunca se publicó como relato porque siempre
tuve la sensación de que era una novela. Cuando me puse a trabajar con esta
novela me di cuenta que tenía que hacer algo extraño, algo raro. Porque el
relato en primera persona compromete mucho al lector, pero siempre es como
mirar con una mirilla pequeña. Y en tercera persona perdía la potencia de la
confesión. Entonces dije, vamos a hacer un capítulo aparejado en tercera
persona. Y de pronto mientras escribía, empecé a sentir que había una historia
atrás del Polaco que es la que le va contar al Negro: le va a contar cómo llegó
su padre con el amigo desde Polonia y cómo él lo jodió a su tío adoptivo, al
amigo de su padre, quedándose con su mujer y dijo: “no hagas esto porque te vas
a joder vos como me jodí yo”.
Entonces esta historia me llevó a la Argentina de 1906 cuando estaban construyendo el
tren subterráneo de Buenos Aires. Si yo hubiera hecho un esquema previo, no
hubiera aparecido esa historia. Creo que de pronto una historia te dice: el
lector necesita saber cómo era la infancia de este tipo -al lector lo tengo muy
presente, es un diálogo. Porque si no sabe qué hacía en la infancia, no puede
entender lo que está pasando con este personaje.
Además tiene algo lindo. Si no sabes muy bien por donde va la historia,
te llevará más tiempo, pero incluye el beneficio del descubrimiento. Los
personajes te van contando historias. Por ejemplo supongamos un personaje
central tiene que ir a comprarle a un dealer cocaína, y cuando llegas ahí
resulta que el dealer es simpatiquísimo o es un hijo de puta entrañable y
entonces dices “este personaje necesita más letra”. Y de pronto se te coló en
la historia y te sigue hasta el final. Si haces un esquema ese personaje lo tienes
que dejar afuera. Es más riesgoso, pero muchísimo más rico. Yo cada vez que
descubro un personaje empiezo a saltar y digo “qué grande, viste este
personajes como se apareció en tu vida”.
Siempre escribo varias novelas al mismo tiempo. Me trabo en una porque
tengo que resolver algo interno y me paso a otra. Entonces se resuelve sólo en
el inconciente, ahí va y ahí trabaja.
—DW. En tus novelas hay escenas
muy crudas, p.ej. la matanza de Tony Capriano Muller en “El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez”
o la violación y subsecuente asesinato de Gladdys en “Los muertos siempre pierden los zapatos”.
¿Qué efectos buscas producir con estas escenas de extrema violencia? ¿Combaten
la violencia en la vida real?
—RA. No, en todo caso quiero mostrarlas, yo creo que mostrar es
suficiente. No creo que los mensajes sirvan para mucho. Un mensaje necesita a
alguien dispuesto a oír. Si no te escuchan serás un predicador en una plaza
hablando como un tonto para salvar tu alma, nada más. Creo que las escenas de
violencia, si son excesivas, ya por ejemplo American Psycho, te saturan.
Pones una barrera de por medio y ya está. No te joden más. Si vienen mezcladas
con otro tipo de ritmo es como si de pronto andas en la calle y alguien te mete
una trompada en la calle y dices “¿qué pasó?”. No es lo mismo que te subas a un
ring y te metan 77 mil trompadas. El entorno es otro. Entonces este tipo de
escenas de violencia creo que manifiestan la violencia de la que somos capaces.
En realidad eso sucede todos los días y aun cosas peores. El problema es cómo
las usas. Trato de usarlas con cuentagotas.
—DW. Sin morbo…
—RA. No. Es el problema del lector. El lector lo puede leer con morbo o
no, pero tiene que ver con lo que decía. Creo que la literatura es un campo de
laboratorio personal del lector que está construyendo la historia cuando la
lee. Entonces de pronto te metes en una historia, un grupo de violadores por
ejemplo, y no vas a violar a nadie, pero estás un rato en la cabeza del
violador. Es un poco de voyeurismo. Es mirar lo que no te atreves hacer, pero
es saludable confrontarse a eso. Entonces las escenas de violencia hay que
manejarlas con cierto equilibrio. Es como las escenas de sexo. Tengo pocas
escenas de sexo, de sexo normal -no de violación que eso es violencia que es
otra cosa. Porque el sexo también satura. Entonces me resulta más expresivo
insinuarlo. Fíjate que en las tragedias griegas, en ninguna de ellas aparece el
momento del asesinato. Yo creo que con el sexo pasa lo mismo. Puedes
enunciarlo, lo construye el lector. Hay que tener confianza en el lector. Si es
un buen lector, no es tonto y lo puede construir en su cabeza según su
experiencia y ya está.
—DW. ¿En qué medida dirías que tus
novelas son testimonios de lo que viste y viviste en Argentina? y ¿qué
importancia tiene eso para ti?
—RA. En mi país han pasado cosas demasiado horrorosas para que uno las
salte para arriba como si no existieran. Y tomar conciencia de ellas significa
tal vez -sólo tal vez- que no vuelvan a suceder. Creo que cuando uno escribe
siempre trata de reescribir la historia de la mejor manera posible. Lo que
sucedió mal, tratar de hacerlo de otra manera. Se vuelve una especie de dios
inverso, reconstruye lo que pasó de otra manera. Entonces sí, tienen que ver
con la Argentina,
tienen que ver con mi historia personal, no puedo escribir de otro lado, nadie
escribe de otro lado.
Yo creo que una de las cosas más potentes que tiene la literatura es la
capacidad que tiene de “confesarnos”: no porque encuentres tu historia sino
porque revelas tu punto de vista. Yo miro desde aquí. Como periodista uno
siempre se encuentra con este problema. Hay gente que dice la objetividad… ¿qué
objetividad?, ¿de qué objetividad estamos hablando? Lo mejor que puede suceder
es que seas suficientemente honesto como para que en tu texto sea transparente
de dónde estás mirando. Entonces el lector dice “Ah, mira de este lado. Yo
estoy de acuerdo o no estoy de acuerdo”.
Entonces en mis historias aparece eso, claro. Cuando era chico, hubo
varios golpes militares, bombardeos, muertes, torturas. Me crié en esa relación
de fuerza y política. Lo que hace que en definitiva fuera absolutamente lógico
que terminara en la guerrilla, la lucha armada y luego en la cárcel; no terminé
muerto de casualidad.
Entonces claro, construyo historias de lugares geográficos que conozco
porque he vivido ahí. En la
Patagonia he vivido 15 años. Viví un año en Buenos Aires
cuando salí de la cárcel y no me encontraba bien en Buenos Aires. Era una
ansiedad permanente, una sensación de todo se quebraba muy rápido. Para
escribir una novela tienes que tener la sensación de que vas a poder terminarla
alguna vez. No la tenía. Fui a visitar a unos amigos a la Patagonia, pedí trabajo
en un diario, me dieron un muy buen trabajo y me quedé 15 años allí. Entonces
descubrí que allí había tantos ladrones como en cualquier parte y tantos
políticos corruptos como en cualquier parte y que de pronto el crimen podía
establecerse en un lugar que no fueran los boliches de alterne, los bares de
alterne con putas en la noche, sino en lugares soleados en pleno campo.
Entonces me atrajo mucho esa exhibición de la negrura bajo el sol. Bueno, y
empecé a trabajar sobre ese espacio.
—DW. Mencionaste la guerrilla.
Cuéntanos un poco sobre cómo te hiciste guerrillero. Creciste en una época en
la que ocurrieron varios golpes de Estado [1955, 1962, 1966, 1968].
—RA. Lo que pasó en estos años en Argentina -para cualquiera que tuviera
mi edad- era la demostración del fallo absoluto de cualquier sistema ni
siquiera medianamente democrático. No funcionaba. Entonces está por un lado el
ejemplo de la
Revolución Cubana que fue posible. Así en toda Latinoamérica
empieza a aparecer la lucha armada como única opción para llegar a un gobierno
que se pudiera sostener con algo. Si no lo sostenías con las armas, no lo
podías sostener con nada porque te pasaban por arriba. La violencia estaba
instalada desde arriba hacia todos los niveles. Entonces empezaban a surgir en
Argentina organizaciones armadas que seguían un poco el modelo cubano, con
algunas influencias -muchas- de la guerrilla judía en Palestina.
Yo había empezado en el Partido Comunista. Después el Partido Comunista
optaba por la línea pacífica. De aquello ya estábamos cansados, y el 80% se fue
para otro lado. Entonces para toda mi generación fue la única opción posible.
Además, en los años 70 ya tenías el caso de Vietnam muy visible. Como un
país de gente desarrapada y un calzado con suelas hechas de goma de camión
podía enfrentar un país como Estados Unidos en una guerra de liberación. Y
bueno, yo me sumé primero a una organización que era muy pequeña, luego me sumé
a la ERP, luego
nos fuimos al Ejército de Liberación 22 de agosto.
—DW. ¿Qué tipo de acciones hacía
la guerrilla concretamente?
—RA. Yo diría que en general más allá de las diferencias políticas lo que
se hacía en la guerrilla era propaganda armada. La demostración de que es
posible poner una fuerza armada, una fuerza que dé una respuesta a los de
arriba, como camino hacia -en algún momento- construir un frente político que
te permita tomar el poder.
Entonces lo que se hacía eran distintas cosas. Por un lado lo que se
llama operación de pertrechamiento que son generalmente el tipo de operación
que te permite conseguir armamento o dinero: asaltos de bancos o lo que fuera,
secuestro extorsivo o todo lo que fuera en función de dinero. Y por otro lado
las acciones de publicidad de concientización política de la lucha armada:
desde pintadas en lugares más inverosímiles hasta repartos. Eso era secuestrar
a las cinco de la mañana un camión que llevaba lácteos a supermercados y
llevarlo a alguna villa de emergencia, un barrio de chabolas, y repartir la
leche para que la gente se la pudiera tomar. Digamos que el tipo de acciones
que se hicieron permanentemente fueron esas. Hubo intentos de alguna gente de
establecer una cabeza militar en zonas de monte en Tucumán. Eso fracasó
estrepitosamente. Pero la función era la necesidad de confluir y en algún
momento ser un partido político. Casi todos teníamos algún tipo de expresión
política no armada, según como fuera la circunstancia.
—DW. ¿Cómo continuó la lucha
cuando te tomaron preso?
—RA. Yo caí en el año 74, poco antes de que muriera Perón que estaba en
este momento en el gobierno. Argentina tenía un clima terrorífico porque cierta
parte del gobierno de Perón había establecido las Tres A [Alianza Anticomunista
Argentina] que era un grupo fascista, anticomunista que salía a amasar a
cualquier delegado que hubiera, delegado de fábrica, en fin lo que hubiera. Las
calles estaban llenas de coches con sirenas -porque ya había civiles con
sirena- había combates en cualquier esquina, había desapariciones. Y el grupo
de las Tres A era muy pequeño. Luego les sirvió de sello inclusive para la
policía de cualquier color, de cualquier instancia, para secuestrar gente y
luego legalizar a esa gente en la cárcel sin haber un proceso o matar a la
gente directamente allí y firmar las Tres A.
Nosotros no hacíamos acciones armadas porque había un gobierno
democrático. Tienes que aprovechar las instancias democráticas y no joderlas.
Entonces lo que hacíamos era sobre todo acciones de apoyo a reuniones masivas
por ejemplo de los barrios de chabola, villas de emergencia que sabíamos que
podían ser atacadas por la derecha y que fueron atacadas más de una vez.
Entonces de pronto era proteger a esa gente de los ataques y que pudieran
organizarse. Pero ya al final de este gobierno que termina en el 76 con un
golpe de Estado se empieza a volver a la lucha de confrontación.
—DW. ¿Nunca quisiste ser otra cosa
de joven? ¿Nunca buscaste en una vida más tranquila, un empleo seguro?
—RA. Cuando creces en este clima dejas de ver opciones de otro tipo. Allí
la buena voluntad no te lleva a ninguna parte. Si la buena voluntad no está
apoyada con algo duro, te joden, te pasan por arriba. En el 83 se vuelve a la
democracia, cuando gana el presidente Alfonsín. Los que habíamos estado presos
teníamos muchas cuentas por saldar. Todos habíamos sido torturados de una u
otra manera. A muchos -a mí no por suerte- les desaparecieron a la madre, al
padre, al hermano; algunos aparecieron muertos, otros no, algunos nunca más
aparecieron. Cuentas pendientes teníamos muchísimas, pero todos éramos
políticos. Entonces las cuentas pendientes te las metes en el bolsillo. No se
hizo ningún tipo de acción de represalia contra esa gente. Al contrario, lo que
hubo fue un apoyo estricto a todas las opciones legales de llevarlas a juicio
en función de no joder una etapa democrática que es mucho más rica que
cualquier otra. Estaba allí, había que cuidarla. Está allí todavía, hay que
cuidarla. Pero tampoco permitir que en nombre de la democracia el pasado sea
borrado y olvidado. ¿Entonces cuál era el camino? Hacer las mil y una para
llevarlos a juicio. Eso ha seguido avanzando.
Esas fueron un poco las razones porque llegas ahí. Si no tienes otra
opción, tienes que defenderte. Si tienes otra, la haces, porque realmente el
ejercicio de la violencia nunca es gratuito, siempre te cobra algo.
—DW. Estuviste diez años en la
cárcel. Es muchísimo tiempo. ¿Cómo fue esta etapa para ti?
—RA. Yo creo que si ves la historia en los libros, en los testimonios de
los presos políticos a lo largo de la historia, te vas a encontrar con un
perfil común. No es lo que les sucede a los ladrones en la cárcel. Los ladrones
en la cárcel aguantan ahí porque la vida está fuera y estarán -cuando salgan-
donde estuvieron antes de caer presos. El preso político sabe porqué está ahí y
aprovecha todas las instancias posibles para seguir desarrollándose.
Entonces, si tenías un compañero que era un antropólogo, por ejemplo, era
inevitable que lo agarraras de las pestañas y el tipo de pronto durante un mes
hiciera reuniones. Durante un tiempo las podías hacer a la vista y en otro
tiempo tenías que disimularlas alrededor de un tablero de ajedrez. Dos simulaban
jugar y el resto simulaba mirar para que este compañero explicara lo que era la
antropología, su campo de trabajo, qué había hecho, qué no había hecho. Y el
otro era economista y el otro había sido decano en una universidad y el otro
había sido un dirigente de base de una cooperativa algodonera en el culo del
mundo, allá en el Chaco, en el medio de la selva. Entonces compartías todo eso,
lo que te permitía seguir creciendo, baldado, está claro. Hay una parte tuya
que no puedes desarrollar. Pero en la otra sí creces. Entonces como experiencia
es muy bestia porque además no fue fácil, fueron tiempos muy duros.
Ahí te encuentras con que el ser humano es capaz de todo, de las cosas
más angélicas y de las hijoeputadas más horrorosas. Todo está allí. Te muestra
que eres capaz de casi todo lo posible. Yo creo que si en la cárcel te dicen
que te vas a quedar diez años, te mueres. Lo que pasa es que también tienes un
lugar de lucha, tratas de que no te pasen por arriba. Lo que intentaron sobre
todo en la dictadura militar fue quebrarte, romperte internamente con presiones
sicológicas, con presiones físicas, con el aislamiento de tu familia, con
hacerte comer sólo... Entonces tu espacio de lucha es que no lo consigan. Haces
lo que puedes para que no lo consigan, sigues estando en lucha y te vas
construyendo.
—DW. ¿Estabas informado de las
cosas que pasaban fuera?
—RA. En una época, en plena dictadura, no teníamos diarios, pero nos
armábamos. Si algún compañero tenía un hermano o una hermana al que le
interesaba -suponete- la economía, le decía: “mira, cuando vengas a la visita
haceme el favor de leerte todos los diarios. Hacé un resumen de lo que pasó en
la economía esta semana”. Y el otro sabía lo que pasó en la política
internacional, y el otro en lo sindical. Entonces cuando venía de la visita -yo
fui página internacional en una época- me juntaba con todos los que tenían
información internacional y me la contaban, yo la memorizaba, hacía una
síntesis y entonces al otro día salíamos al patio donde la gente suponía estar
jugando al ajedrez o al dominó y llegaba la página de política internacional y
te contaba lo que estaba pasando fuera. Y después se iba y venía la página de
deporte, etc. Entonces claro, los familiares se asombraban de cómo sabíamos
todo lo que pasaba fuera. Bueno, lo sabías de esa manera.
Pero eso tiene dos cosas: por un lado estabas haciendo algo que estaba
prohibido. Si te enganchan, te iban a dar una paliza para el carajo e ibas a
estar en los calabozos de castigado. Por otro lado los estabas jodiendo,
estabas ganando una pequeña batalla y además no estabas aislado.
Todo ese tipo de mecánicas existen en todas las cárceles de la tierra
entre todos los presos políticos: inventar sistemas morse para comunicarse a
través de la pared con golpecitos y pasar las noticias a través de las paredes;
tratar de contrabandear de alguna manera la lapicera con punta muy finita para
-si tienes algún texto- escribirlo muy chiquitito en papel de fumar,
enrollarlo, envolverlo en plástico y guardarlo en la nariz y si vas a otra
cárcel te lo llevas. Te llevas una copia. Entonces los documentos, los papeles,
los libros van circulando de cárcel en cárcel metidos en la nariz, metidos en
el culo, metidos en donde sea, pero circulan. En este sentido como experiencia
vital es muy importante. Porque consigues que no te aislen, que no te quiebren
y aprovechas un espacio que no se te da comúnmente.
Yo recuerdo con mucho cariño que había unas reuniones que hacíamos en una
cárcel de grupos absolutamente mixtos, donde de pronto tenías un agricultor de
subsistencia del fin del mundo, un exdecano de una universidad, un físico, un
dirigente sindical o un delegado de fábrica. Cada uno iba contando su historia
en un plano de absoluta igualdad, lo que no se da nunca porque este agricultor
de subsistencia muy pocas posibilidades tiene de sentarse con un decano de una
universidad y ser escuchado en el mismo plano de igualdad. Entonces como
experiencia es extremadamente rica en ese sentido.
Los días se viven de a uno. Entonces tratabas de no pensar cuándo vas a
salir, porque cuando empezó la dictadura militar todos teníamos la impresión
que no íbamos a salir nunca en libertad, que nos quedábamos ahí hasta que el
mundo desapareciera o nos mataban antes. Entonces cada día era el cada día. Hoy
estás vivo, bien, vamos por delante. Como experiencia es muy bestia, muy rica.
Es preferible no tenerla, pero… [Risas].
—DW. ¿Cómo es la situación hoy en
Argentina? ¿Todavía hay una discusión pública fuerte al rededor del tiempo de
la dictadura?
—RA. Sí, es un pasado cercano. Ha habido una intención clarísima que no
ha habido en otros países, como Chile o Uruguay, por ejemplo, donde podrías
encontrarte algo muy semejante.
Hay una conciencia militante alrededor de eso. Iban apareciendo grupos
como “grupo de hijos” que es una agrupación de hijos de desaparecidos. Ese
grupo no sólo ha seguido impulsando todo lo posible para saber qué pasó con sus
padres, sino que han hecho -aun cuando aparecieron las leyes de Obediencia
Debida y Punto Final que impedían juzgarlos- empezaron a hacer lo que se llama
“escraches” -en Chile lo están empezando a hacer ahora. “Escrache” es una
palabra de lunfardo que significa “fotografiar”. “Escrachar” es “sacarte una
foto” o “ponerte en evidencia”. Alguien viene y me cuenta algo tuyo que no
querías que se supiera y te digo: “sabés, te escrachó”.
Entonces este grupo es muy grande y además apoyado solidariamente por
organismos que no son de hijos. De pronto se enteran que un torturador está
viviendo en un determinado barrio, en un lugar, y van y lo comprueban con
alguno que fue torturado y le conoce la cara. Entonces saben que en esta casa
vive un tipo que estuvo trabajando en un campo de concentración o que era
médico ahí. Entonces un día, se instalan en la calle 300 tipos y empiezan a
tocar timbre y pegan los afiches y le hablan y le explican a cada vecino, quién
está viviendo en esta casa, qué hizo, qué no hizo. Se quedan tres días ahí. Y
le joden la vida porque de pronto la mujer del tipo va a la panadería y dice:
“Deme un kilo de pan.” Y le contestan: “No hay pan.” - “¿Cómo que no hay pan?”
- “No hay pan”. Empieza a surgir un tipo de justicia por otro lado. No te
podemos llevar a la justicia, bien, pero la gente sabe quién sos. Andá a
explicar a tus nietos o a tus hijos quién sos, lo que hiciste, bueno, andá y
explicalo. Todo eso costó mucho.
—DW. ¿Siempre lo hacen de forma
pacífica?
—RA. Sí, hacen ruido en la calle. No lo van a tocar. Nadie va a pegarle.
Lo que pasa es que lo ponen en evidencia. Lo ponen en absoluta evidencia, que
los vecinos sepan con quien conviven y que los vecinos hagan lo que quieran con
eso, que no lo saluden más, no sé, el problema es de los vecinos. Pero si el
señor saca a pasear al perrito que sepan quién es. La cuestión no es tocarlo.
—DW. ¿Y cómo encuentran a esa
gente? ¿No están escondidos?
—RA. Esto costó mucho porque desde la primera llegada de la democracia en
el periodo del 83 hasta los 90 era algo que la gente prefería no tocar, un tema
del que prefería no hablar. Los que hablaban eran los que habían estado implicados.
Además trabajaron con un empecinamiento de santo. Hay un agrupamiento de
exdetenidos y desaparecidos que se juntaron, o sea, gente que fue desaparecida
y que por una o otra razón luego fue puesta en libertad o legalizada en alguna
cárcel. Cada uno de ellos se sentaba en su casa y empezaba a recordar los
lugares donde había estado, los sobrenombres que tenían los torturadores, los
nombres de prisioneros que había oído. Escribía cada uno sus datos. Eso es un
ejercicio jodido, mirá que te puede doler. Y después empezaron a cruzar todos
estos datos y de pronto empezó a salir que tal sobrenombre era de un cabo, de
un sargento, de un general o era de éste o del otro. Y empieza a aparecer
quiénes eran los tipos que estaban en los campos de concentración y gracias a
eso los puedes llevar a juicio. En un empecinamiento bestia durante el gobierno
de Kirchner (el gobierno previo al de Fernández ahora) se pudo derogar las
leyes que impedían que los pudieras llevar a juicio, con lo cual son
enjuiciables todos los que participaron en la tortura. Y además se convirtieron
en museo de la memoria tres centros de reclusión clandestina de torturas. Están
allí, con fotos, con los tipos que los torturaban a todos los compañeros
desaparecidos y muertos allí. Esto es lo que sucedió, ya verás qué haces con
esto.
No, no se perdió. En el sentido de todos los avatares económicos y las
crisis cíclicas y todo lo demás, ha habido una especie de “saneamiento de la
memoria”.
—DW. ¿Pero es difícil juzgarlos
incluso hoy en día?
—RA. Antes de que yo me viniera hicieron los juicios testimoniales, pero
no se los podía enjuiciar a los tipos, no se podían condenar. Pero se encontró
un truco: se convocaba a esos torturadores, -los convocaba un juez- en búsqueda
de datos de gente que había pasado por los lugares donde ellos estaban. Y los
tipos no se podían negar a ir. Si no iban, te llevaban con la fuerza pública.
Entonces empezaban a celebrar estos juicios testimoniales en distintos lugares
de toda la Argentina
y era terrorífico. El tipo estaba sentado ahí y decía “no recuerdo, no recuerdo
nada” y los que iban pasando como testigos eran los tipos, las mujeres que
habían torturado estos hijos de puta. Era una exposición pública muy fuerte.
Era otra forma de justicia, una forma de justicia paralela, que de alguna
manera ya dio un salto distinto cuando se derogaron esas leyes y ahora con los
mismos testimonios se los puedes llevar a juicio.
Entonces eso está todo el tiempo ahí, porque ellos siguen estando allí.
Pero al mismo tiempo tienes algunas cosas jodidas. Por ejemplo ahora condenaron
a Luciano Benjamín Menéndez que el mismo se llamaba “el Chacal”, general de
Córdoba, y a Antonio Bussi que fue el rey de la provincia de Tucumán. Había un
campo de concentración que se llamaba “la escuelita”. Es una escuela que habían
tomado ellos, a cien maestros y alumnos y la tenían para torturar gente. Yo
conocía gente a la que le pasaron el soplete por el cuerpo. Este tipo, en un
momento se presentó a elecciones y fue elegido gobernador. Ahora ¿quién va a
enjuiciar a los que lo votaron? Porque lo votaste y el tipo fue gobernador y
terminó su mandato. Y después de esto se presentó a diputado y ganó. Nada más
que en la cámara de diputados decidieron no admitirlo, pero la gente fue y lo
votó. Entonces, la contradicción está ahí flotando todo el tiempo. Los hijos de
puta a veces empiezan a gustarte.
—DW. Muchísimas gracias. Esperamos
leer todavía muchas novelas tuyas.
Nota:
[1] Se trata del asesinato a María Marta García Belsunce.
© Doris
Wieser 2009
Espéculo.
Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
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