Presentar
a Mauricio Kartun y su producción teatral requeriría muchas páginas, con lo que
–en tiempos de Google– el que demande detalles que busque, o se conforme con
esta breve síntesis. Comenzó como narrador, pero luego se volcó a la
dramaturgia, dice que “para tener amigos y compañía”, porque los escritores
siempre están solos. Así dejó la narrativa, asumió la dramaturgia y se mudó de
sus pagos de San Martín a Buenos Aires, donde estudiaría dirección teatral con
un genio como Oscar Fessler y dramaturgia con Ricardo Monti, para transformarse
a su vez, con el correr de los años, en maestro de dramaturgos. En 1973, cuando
todavía pensaba que el teatro se justificaba por su fin político, algo muy
común en aquel tiempo, estrenó en La Plata Civilización… ¿o barbarie?,
escrita en colaboración con Humberto Riva, y de allí en más no paró de escribir
y estrenar, hasta que se atrevió a dirigir sus propias obras y recuperar el
juego del actor en su propio cuerpo. De su profícua producción, El niño
argentinoy Ala de criados fueron sus últimos estrenos y, la última de
todas, Salomé de chacra, la que tiene mayor vinculación con la génesis
de Terrenal. Miradas al
Sur se reunió con Kartun en su departamento de Villa Crespo para descubrir
las claves de la obra puesta en escena en el Teatro del Pueblo.
–¿Por qué partió de un texto de
Flavio Josefo, historiador judío converso?
–Con Salomé de chacra incursioné en la
vigencia de los mitos leyendo Los
mitos griegos, de Robert Graves, y explorando –en ese sentido los
buscadores de Internet son una maravilla, si uno sabe qué busca y tiene
criterio– di con la historia de Caín y el origen de la propiedad contada por
Flavio Josefo; la tragedia de la propiedad. Según su versión, Caín inventó las
pesas y las medidas para hacerse más rico; inventó la riqueza. Y para tenerla
no reparó en usar la rapiña y la violencia. Claro, si hay riqueza preocupa
conservarla a salvo, entonces también inventó las ciudades amuralladas, para
que nadie pudiera entrar ni salir. Todo lo contrario de su hermano Abel, que
prefería los bienes naturales, espontáneos. Me gustó como partida para hablar
del mal de nuestro tiempo, la propiedad privada.
–Lo que cuenta Flavio Josefo es la
reescritura de las reescrituras, porque lo hace casi cien años después de
Cristo. O sea que tiene más de invención ficcional que de historia en el
sentido actual. Usted reescribe a su vez sobre esa reescritura, sobre esa
mirada, para hablar del hoy.
–Josefo
no podía saber la historia de Caín, pero desde algún lado la narraba, desde
alguna leyenda popular la rescataba; alguna historia que había sobrevivido al
tiempo. Y yo hago lo mismo, porque el mito sigue vivo y con fuerza. Los mitos,
como el de dos hermanos que se enfrentan por intereses opuestos y terminan en
un crimen no se agotan, siempre nos movilizan; siempre están vigentes. La
Historia está llena de casos similares que avalan el mito, pero también de
muchas leyendas; cosas que se creen sin que fueran necesariamente ciertas.
–¿Como las leyendas urbanas? Ante
ellas tal vez no vale la pena preguntarse si son ciertas, sino por qué nos
movilizan, por qué creemos en mitos como el de los traficantes de órganos o los
“chupasangre”, los que van por ahí robando sangre de los niños, una creencia
muy popular en el norte de Argentina.
–Sí,
esa es otra leyenda que se cuenta desde siempre y en todas partes. Mi madre era
de un pueblo pequeño de Asturias, y contaba que cuando chica le decían que caminara
siempre en compañía, y que tuviera cuidado con un coche blanco, porque ahí
viajaba gente que sangraba a los niños para la reina, que necesitaba sangre
porque estaba enferma. Hay algo universal en esos mitos, casi siempre presentes
en la construcción del “otro”.
–El otro en el sentido de Jean
Genet y Sartre, el “negro”, ése que puede tener cualquier color, pero que
seguro tiene todos los defectos que lo hacen distinto a nosotros.
–Claro,
en el negro de Jean Genet el color es lo de menos. Es notable cómo funcionan
ciertos mecanismos. Por ejemplo, hay otra constante universal, otro mito que
tiene que ver con eso, con un otro distinto. Cuando se hace presente una
minoría en una población mayor, todos dicen que esos comen ratas. Parece
increíble, pero se reproduce en todas partes de la misma manera. Unos, la
población mayoritaria, comen bien, ellos, los otros, comen ratas. En nuestro
país cuando aparecieron los restaurantes chinos se decía que había pocas ratas
porque se las comían los chinos. Cuando se acogieron laosianos, también eran
comedores de ratas. Siempre las ratas. ¿Por qué? Porque el otro, aquel a quien
se desprecia porque siempre es el distinto y casi siempre el más explotado,
come ratas, es universal.
–Otro mito que usted pone en juego
es personal, y compartido por este cronista, como Nicola Paone, cuando cantaba
“¡señora maestra, qué tiene usted ahí!”.
–Sí,
tomé eso de mi infancia y convertí la canción de “señora” a señorita maestra,
que también es un personaje de referencia en Terrenal; no está por casualidad. Reciclé un mito personal, porque
siempre son fuertes, y si persisten en nuestro imaginario será por algo. Hoy en
día recupero para la creación lo que me hace feliz, y creo que si uno se
divierte, lo pasa bien, el espectador también la va a pasar bien.
–Nicola Paone tenía algo payasesco,
y eso nos remite a la ropa de Abel y Caín, que les queda chica por todos lados,
como si fueran el Tony, y al maquillaje teatral estilo años ’30, con colorete
en los pómulos; como el de aquellos actores del “teatro por horas”, el género
chico.
–El
vestuario recuerda al teatro de variedades, porque al fin todos somos actores,
como lo dice Tatita (Dios) al final de la obra, pero, también la ropa les queda
corta porque hace veinte años Tatita los dejó y crecieron, pero no la ropa. Y
el maquillaje se parece al de aquellos años, cuando el escenario se iluminaba
de abajo, con las candilejas, lo que da sombras dramáticas en los cuerpos y las
caras. En los ‘30 se usaba mucho el sombrero, y si los iluminaban desde arriba
la sombra del ala les daba en la cara, entonces se fiaban de las candilejas.
Era algo propio de ese teatro de una obra detrás de otra, casi todo el día, un
teatro continuado.
–En Terrenal, Abel y Caín están todo el tiempo con el sombrero puesto porque
se los puso Tatita.
–Sí,
pero la diferencia está en que para Abel “se los puso”, y para Caín “les impuso
la obligación de cubrirse”. Para Abel la cosa es simple, para Caín es parte de
su necesidad de sacralizar todo, como lo hace con sus morrones. Santificando
sus actos de avaricia no tiene que cuestionarlos.
–La puesta y los recursos de los
actores tienen mucho de circo.
–Quería
recuperar la idea del circo y por eso busqué a estos actores, que tienen manejo
de la técnica del gag. Al fin es una mezcla de los tres tipos de payasos
clásicos: el payaso blanco, el Tony y el Pierrot. Un payaso blanco fue Pepino
el 88, que es el que habla con la gente y le cuenta historias. El Tony es el
que sufre las cosas y la gente se ríe de lo que le sucede, y el Pierrot es el
sentimental. Siempre al Pierrot se le pinta una lágrima en la cara, y es el que
recuerda lo perdido. Al fin, son las tres maneras de entrar en contacto, en
diálogo con el espectador: contarle algo, hacer que ría de lo que hacemos,
jugar con las emociones, recrearlas. En el teatro todo es juego, y quería
actores con capacidad de manejarse en los tres registros, que fueran dúctiles,
porque al fin son tres maneras de reírse.
–¿Hizo un casting para juntar tres
Claudio? Creíamos que era parte del juego, una invención, pero no. Además, a
Claudio Rissi se lo conoce más haciendo de malo en la televisión.
–Parece,
pero es una casualidad. Busqué a Da Passano, Martínez Bel y Rissi porque son
actores con una gran capacidad expresiva, con muchos registros, lo que me
permitió esta puesta en escena. Da Passano y Martínez Bel manejan muy bien el
gag y el humor, y es cierto que a Rissi se lo conoce como “el malo”, pero es
mucho más que eso. A veces a los actores les cae como una maldición, que los
busquen siempre para los mismos papeles.
–Los directores piensan “para este
papel lo llamo a fulano, que lo hace bien”; se aseguran el resultado.
–Sí,
pero no deja de ser una maldición, porque muchos actores talentosos son
encasillados, y trabajar siempre de lo mismo es poco creativo, cansador.
–Usted alguna vez definió al texto
teatral como un pentagrama, ese esquema que no es la música hasta que se la
ejecuta. En ese sentido es muy interesante el tratamiento del lenguaje que
eligió para Terrenal. Se aparta
del naturalismo, tan común y al parecer tan obligado. Parece una apuesta como
la que hizo Anthony Burgess en La
naranja mecánica, cuando inventó un slang, un argot, para su banda de
jóvenes criminales, porque los existentes no le convencían.
–La
verdad es que no invento nada nuevo. El teatro, desde sus orígenes, fue un
juego del que era parte su lenguaje. ¿No hubo teatro en verso, durante mucho
tiempo? El verso no es una expresión “natural”, ni realista, es juego. Después,
lo que pasó, es que en el siglo XX, por la influencia del cine, se hizo pie en
un lenguaje realista, como el que se habla habitualmente. Y, más tarde, con las
telenovelas, el público pidió esa clase de diálogos, que fueron incorporados
por el teatro comercial con mucho éxito. Pero mi teatro no busca lo comercial,
así que recurro a las fuentes, al juego con la palabra y trato de crear una
lengua, una sintaxis, estructuras que sirvan a la obra de la mejor manera; que
le pertenezcan.
–En el caso de Terrenal se ajustan de tal manera
que pasa desapercibido que las palabras, las frases, no son como las de cada
día. Podríamos decir que las palabras y el sentido que les dan los actores
tienen la capacidad, reservada a la poesía, de disparar imágenes en el
espectador; de engendrar sentidos más amplios que la literalidad del
naturalismo.
–Es
una elección poética la que me lleva a crear un lenguaje propio para lo que
estoy narrando en la escena. Digamos que si juego con Abel, con Caín, con Dios,
uno vendedor de isocas para encarnar anzuelos, el otro cultivador de morrones,
y un Tatita gaucho y medio filósofo, la invitación está planteada, no puedo, no
quiero eludir la tentación del juego. Es que resulta tentador mirar hacia lo
que nos precedió y decir ¿por qué no? ¿Por qué no recuperar ese teatro de la
palabra inventada, aunque parezca arcaico? Me resulta irresistible el desafío
lúdico que propone la lengua en el teatro. Al fin, todo es juego.
Da
Passano, Rissi y Martínez Bel.
Caín, Abel y Kartún
Las
tablas del Teatro del Pueblo son siempre una buena apuesta, y un día de
preestreno produce una alquimia especial entre las ganas que pone el público y
la energía acumulada por los actores en los ensayos. Suele suceder que el
estreno para público, generalmente al otro día, sea desangelado, como si rota
la virginidad de la puesta cargar pilas fuera más lento. En todo caso en Terrenal no hay ángeles ni
desangelados, sino una troika que se pone las máscaras de Caín, Abel y Tata
Dios desde una muestra de teatro que reclama para sí el juego en la actuación y
la lengua; pero sobre esto ya volveremos. Digamos que Terrenal comenzó a gestarse con un texto de Flavio Josefo, un
escritor muy imaginativo del 93 después de Cristo, que contó la vida de Caín
que no cuenta la Biblia. Un Caín cuyo nombre significa “posesión”, que inventó
el comercio, el acaparamiento, las pesas, las medidas y las ciudades
amuralladas para cuidar la riqueza de los ladrones. Le faltó inventar los
bancos, pero Flavio Josefo no podía adivinar todo.
De
allí al escenario. Un lote de terreno, perdido en la tierra de nadie y en el
tiempo de nadie, que comparten, a las patadas, Caín y Abel, después de que
Tatita (Dios) los dejara allí 20 años antes. Ese domingo gris apunta lluvia.
Caín se cabrea. Vive cabreado.
Abel: Natalicio. Al primer
chaparrón la tierra da su fruto. Hoy nacen. Desde lo profundo de la tierra mojada.
Una epifanía, hermano Caín…
Caín: ¿Epifanía una invasión de
cascarudo? Aquelarre azabache pongalé. ¿Todo lo maldito es negro, será de
Dios…?
Abel: No hay criatura más hermosa.
Hoy habrá alumbramiento.
Caín: ¡Apagón habrá! Hermosa una
cucaracha negra, sí.
Abel: Escarabajo Torito. Lustroso y
de cuerno elegante. Un rinoceronte miniatura. Criatura que cada año viene a la
tierra a amar y a...
Caín: ¡A comerse mis morroneras
viene! Plaga. Que no me dentre ninguno al invernáculo, eh. Cataclismo.
Es
que Caín, tomándose al pie de la letra el “ora y labora”, es productor
morronero, intensivo, entregado, generador de capital y virtuoso de la
acumulación de riqueza. Abel no. Abel vende las larvas del escarabajo Torito a
quienes van a pescar al Tigris. De vez en cuando dejan de ofenderse y pasan a
los sopapos, porque para Caín su hermano es un atorrante irrecuperable y para
Abel, quizás poeta, tal vez vago, el otro es incomprensible. Y entonces, luego
de veinte años de ausencia y abandono de sus criaturas, retorna Tata Dios,
Tatita. Un Dios vestido de gaucho y acento decididamente riojano, que procura
acercar a los hermanos, sin demasiada pasión. Eso sí es comprensible, está
cansado de tanta eternidad.
En
el juego entre Abel (Claudio Da Passano), Caín (Claudio Martínez Bel) y Tatita
(Claudio Rissi) (no es broma, los tres se llaman Claudio, lástima que Josefo
sea Flavio) se construye una atractiva y agil metáfora sobre la propiedad
privada y su sacralización, desde mandatos sagrados que, inevitablemente,
llevarán al crimen; en este caso la muerte de Abel a manos de Caín. Y con esto
no se revela nada, porque todos saben qué pasó con Abel. La puesta de Mauricio
Kartun no sólo recurre a las virtudes actorales (muchas) de los tres Claudios,
también recupera el juego en el habla, en el texto, creando un lenguaje propio
para una historia atemporal, con protagonistas bíblicos que viven hoy, en el
escepticismo globalizado.
Por los actores, por el
texto, por la puesta, porque el juego de Kartún parece juego pero no es chiste,
la cita es en el Teatro del Pueblo.