Contaba
un observador de aves cómo un grupo de palomas se volvía contra una de ellas y
la atacaba a picotazos, hasta darle muerte. Los picos de las palomas no son
eficientes a la hora de matar, y la víctima agonizó durante horas, en una
ordalía de dolor, perdiendo piel, ojos, plumas, sangre hasta que la liberó la
muerte. Siempre recuerdo esta historia cuando pienso en Antonio Di Benedetto.
A Di
Benedetto -nunca me atreví a llamarlo Antonio- lo conocí en uno de los patios
de la cárcel de La Plata, poco antes del mundial de fútbol del 78. Me lo
presentó Daniel Alcoba, un poeta y caminábamos los recreos hablando. Bueno, yo
escuchaba, con la avidez de una esponja, porque Antonio Di Benedetto era el
primer escritor que conocía en persona, y eso imponía.
Era un hombre
bajito, como vencido, de hablar pausado, como si escribiera, que no llevaba
bien la cárcel. Por qué había caído preso me queda en el terreno de la leyenda.
Decían que porque le había puesto los cuernos a un coronel de la dictadura, y
también que fue por esconder al hijo guerrillero de un amigo. Ambas cosas
podían ser ciertas.
En esos
tiempos era director del diario Los Andes, de Mendoza, es decir, un hombre
cercano al poder desde siempre. Y, como tal, nunca se había pensado preso, a
merced de la brutalidad de carceleros, por lo que navegaba en el desconcierto
del que subió al Titanic seguro de que nunca naufragaría. Lo mantenía vivo el
saber que universidades y escritores de medio mundo pedían constantemente su
libertad, pero un día por poco no fue suficiente.
Recuerdo
que bajó al patio demudado. El suplemento cultural de un prestigioso y
conservador diario de Argentina, con el que había colaborado, acababa de
publicar un texto parecido a este: La editorial Gallimard ha editado “Sama”, la
novela del escritor argentino Antonio Di Benedetto, que en la actualidad ejerce
su cátedra de literatura latinoamericana en la Sorbona.
–Ellos
saben que estoy preso. Me están negando –repetía al borde del derrumbe,
porque nunca había esperado una puñalada por la espalda de la gente de la
cultura–. Son gente culta, no son como estos carceleros ¿cómo pueden hacerme
esto?
Si no
cayó en el suicidio fue porque en los días siguientes, el pibe, el compañero
que barría el pabellón y llevaba mandados de celda en celda, se ocupó de verlo
a cada rato y darle ánimo. Ese pibe, casi analfabeto, peón de una granja de
cerdos, lo separó de la muerte.
Después,
porque en las cárceles nada estaba quieto, lo perdí de vista. Di Benedetto
salió en libertad, emprendió el exilio, y un día, con el regreso de la
democracia, volvió a Argentina, para encontrarse con que era un apestado. Sin
posibilidades de trabajo, repudiado por las palomas, fue sobreviviendo por los
favores de los amigos.
Por esos
días, con la primera Feria del Libro de la democracia, se hizo una feria
paralela, y Antonio Di Benedetto encabezó una lista de firmas en un petitorio
por mi libertad. Sé, tengo la seguridad, que no se acordaba de mí, pero llevaba
la marca de la cárcel, y ya no era aquel que había sido como director de Los Andes.
Lo volví
a ver, un tiempo más tarde, en una desangelada conferencia sobre la escritura y
los sueños que dio en Buenos Aires. Una de esas cosas que le conseguían los
amigos para que se ganara el pan, porque las palomas no habían dejado de
picotearle la cabeza.
Otro
tiempo más tarde supe que había muerto. Seguramente de asco.
Después
de las dictaduras en el campo de la cultura sólo se registran víctimas, nunca
cómplices, sin embargo…
Que los
dioses nos cuiden de las palomas.
Publicado
en Boca de Sapo: http://reseniasbds.blogspot.co.id/2016/09/di-benedetto-y-las-palomas-por-raul.html
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