Pequeñas columnas para sostener una radio (1)
La vida, las bibliotecas y un suicida
A veces a uno le proponen escribir sobre la vida
que tuvo, la que esperó o la que quería, y puede terminar hablando de los
libros y las bibliotecas. Una cosa y la otra parecen tener tanto que ver como
la economía pragmática y la inmortalidad del cangrejo. Pero, puestos a pensar,
aun negando que todo tenga que ver con todo, el psicoanalista que no tengo,
tuve, ni tendré –soy globalmente ateo- diría que si pensar sobre la vida, la
propia, tuvo un eco de bibliotecas perdidas, debe ser por algo.
Sí, al fin de cuentas se trata de bibliotecas
perdidas. Amo tanto la lectura como la escritura y el sexo, aunque esto último
queda afuera de este texto. Aprendí a leer de la mano de mi padre cuando tenía
cinco años y aún no he podido parar. Leo indiscriminadamente, con un solo
mandato, el mismo que teníamos con Cecilia Boggio cuando hacíamos para Canal 10
de Río Negro “El Señalador”, un programa sobre libros, escritores, y el mundo
en el que habían vivido y escrito: si a la página veinte no se lleva bien con
el libro, déjelo sin culpa. Jorge Luis Borges decía ante ese caso de
incompatibilidad manifiesta, que había que dejarlo. En ese momento ese libro no
estaba para ese lector, y ese lector no estaba para ese libro. Si no se
peleaban, tal vez podrían a encontrarse en algún momento futuro. Resultado: leo
dos o tres por semana y algunos son pateados en la página veinte, que es una
referencia, porque puede ser antes o poco después.
Pero vuelvo a las bibliotecas, y la envidia que
sentí muchos años por aquellos que han ido atesorando libros, y eran capaces de
tener los de sus primeros años como lectores. Luego, un día, no hace mucho,
pensando en Walter Benjamin, acepté que eso no era para mí. Que no se trataba
solo de que la mala vida, pongamos que la militancia, la clandestinidad y la
cárcel, me habían tumbado una biblioteca detrás de otra. Había algo más.
Ausculté –diga 33- mi historia personal, para
descubrir que cuando me marché de Argentina en el año 2000, porque la
catástrofe se veía venir desde hacía por lo menos cinco años, mientras la clase
media bailaba sobre el Titanic aferrada al uno a uno, disparé mis libros en
cualquier dirección y me llevé solo tres. Cuando regresé de España, dejando
atrás un naufragio personal, allá también quedaron muchos libros de la
biblioteca que llegué a pensar que sería la última, y me traje solo dos. Todo
era pérdida.
Es cierto que entre una cosa y la otra ayudé a la
devastación de los bosques escribiendo y publicando diez u once novelas, más
participaciones en varias antologías de relatos. Pero, en términos que tal vez
quieren decir algo, entre los libros que voy acumulando ahora no hay ninguno
mío.
Hace poco supe de Walter Benjamin, escritor y
filósofo alemán, que afirmaba algo que puedo compartir: la biblioteca de
alguien dice mucho de ese alguien. Sólo que Benjamin iba más allá. Amaba el
libro objeto. Tanto que llegaba a afirmar que es difícil que el dueño de una
biblioteca haya leído todos sus libros. “Sus” en términos de posesión, no de
haberlos escrito. Y él, coherente, amarrocaba libros en una frondosa biblioteca
personal.
Entonces pensé en su muerte. Judío como era tuvo
que salir de raje perseguido por los nazis. Con cuatro cosas en la maleta llegó
a España he hizo el intento de pasar a Francia por Portbou, en la frontera
catalana, pero no lo dejaron. Como a muchos judíos, no los querían de ninguno
de los dos lados de cualquier frontera. Hubo quién buscó el camino por
izquierda y se largó a cruzar los montes. Walter Benjamin no era uno de esos.
Tal vez algo se le había roto adentro. Cuando llegó a la convicción de que
nunca lo dejarían pasar regresó a la mísera pensión donde tenía sus cosas, y se
suicidó con cianuro. Fin de la historia de un hombre brillante.
Cronológicamente, primero supe de su muerte y luego
de su biblioteca y su fervor por sumar libros, lo que me llevó a ver su muerte
de otra manera. Tengo para mí que alimentar y conservar una biblioteca personal
es una apuesta por la permanencia. Dicen que los novelistas nos atamos a la
escritura porque, en el fondo, nos trae la ilusión de que no moriremos hasta
terminar esa novela; lo que puede significar varios o muchos años. Y, se me
ocurre, que una biblioteca es una apuesta por la eternidad, porque no tiene
fin, y el hombre se puede sentir inmortal.
La broma, la mala broma, la broma sangrienta, fue
que a Benjamin los nazis lo obligaron a abandonar su biblioteca. Y me imagino
que para él tiene que haber sido un quiebre brutal. Se le había muerto la
inmortalidad. Se la había asesinado la bestia.
Los que compartieron sus últimas horas dicen que si
hubiera esperado unos días la historia habría sido distinta. Pero él no podía
esperar.
Y bien, después de esta historia optimista, que
invita a quemar los libros para no dejar atrás nada que duela, retorno a mi
orfandad de bibliotecas, y no de lecturas. Otra vez Borges. El hombre que era
su mejor metáfora -¿Qué otra cosa puede ser un ciego que dirige la Biblioteca Nacional,
que una metáfora, vaya uno a saber de qué?- decía que alguien es culto cuando
repite como propias palabras de libros que leyó y ha olvidado.
Al fin, los libros se pueden perder, pero lo que
dejaron en el lector no se puede perder. Uno será siempre la suma de los libros
que ha leído. El libro, el objeto libro, se puede perder en manos de los nazis,
o de algún amigo que lo quería leer y nunca lo devolverá. Pero el libro
intangible, el bueno, nos habrá dejado una marca.
De allí entonces que me parece que la vida, esa
cosa que sucede aunque no nos guste para donde rumbea, puede ser como las
bibliotecas. Y, ante los hechos, resulta más sano refugiarse en el fatalismo, y
decir Alá es Alá, que viene a ser lo mismo que Dios sabe lo que hace.
(La foto pertenece a la sala de lectura de la Biblioteca Pública Arús, de Barcelona. Una sala donde me quedaría a vivir. Rosend
Arús, masón, fue su impulsor y fue la primera biblioteca pública de España. En
la actualidad es depositaria de material de la masonería y de las bibliotecas
personales de dirigentes anarquistas que murieron en el exilio luego de la Guerra Civil y se las dejaron
en custodia. Sobrevivió al franquismo cerrada por muchos años. Dicen que fue un
falangista el que la protegió desde las sombras, porque entendía a los masones
en el amor a la cultura y los libros).