jueves, 26 de febrero de 2015

Iñárritu, la bruja y el ateo


Yo no creo en las brujas, pero que haberlas, haylas, aseguró Silvia C. repitiendo con una sonrisa cómplice un antiguo dicho español. El ateo unió la cosa con las costumbres “cabuleras” de jugadores de fútbol, actores, cantantes y toreros, ya que estaba en España, y encendió un pucho, evaluando si lo que acababan de contarle no daba para un relato de humor cáustico. Porque el ateo, entre otros oficios, era escritor, y la historia tenía miga.
Alejandro González Iñárritu, el director de cine que había tenido un gran éxito con tres buenas películas, “Amores perros”, “21 gramos” y “Babel”, había llegado a Barcelona para filmar su cuarta película. Silvia C., pongamos que era amiga de una periodista que le hacía prensa, o producción, no viene al caso, y la amiga le había contado que G. Iñárritu estaba desconsolado y no quería comenzar el rodaje, porque todo saldría mal: había perdido una piedra cargada que le diera una bruja en México. Era su talismán, y sin la piedra era como Superman ante la kriptonita. En realidad, esa idea cruzó jocosamente la cabeza del ateo, pero tampoco viene al caso.
La cosa se presentaba mal, pero, de perdidos al agua, y cuando Silvia C. le propuso pasarle el teléfono de su madre, que tenía fama de bruja, aunque ejerciera de forma amateur porque se ganaba la vida con un puesto de carnes en un mercado de barrio, la amiga aceptó pasárselo a Iñárritu, a ver si se calmaba con un sucedáneo amateur de su bruja mexicana. Así lo hizo, y el director acojonado la llamó por teléfono. Lo que retuvo la atención del ateo fue el relato de Silvia C.
Medio olvidada del asunto, o porque pensaba que no sucedería nada, no puso al tanto a la madre, y así fue que recibió la llamada sin tener la más miserable idea de quién era su interlocutor. El hombre no habría llegado a presentarse, más allá de aclarar por quién había recibido su número, cuando Chelo –ese es su nombre–, que enseguida entendió por qué la llamaba, lo interrumpió para decirle que no importaba quién era, pero que ella sentía que hacía poco había perdido algo así como su mitad y que eso lo tenía mal. 
El ateo imaginó un silencio contundente y a G. Iñárritu como de piedra. Después de tres exitosas películas con Guillermo Arriaga como guionista –y ya se sabe, porque es una discusión vieja como el cine, que guionistas y directores compiten por la paternidad del niño– habían roto la relación, y que te garúe finito. Para Iñárritu, lo de la mitad perdida estaba más claro que el agua, y la Chelo, que tenía manos de ángel para cortar bifes y más sangre andaluza que el leré leré, superaba cualquier expectativa. Había que ser muy ateo para no ver en ese encuentro casi casual un toque de magia, una llamada del Destino.
Lo cierto es que el desconsolado tuvo su piedra cargada, volvió a ser el director mexicano Alejandro González Iñárritu y comenzó el rodaje en Barcelona, con el hollywoodense Javier Bardem. El que por un tiempo olvidó el caso fue el ateo; escritor, ya dijimos.
La crisis económica estaba haciendo estragos en España y también en la familia tipo del ateo: mujer y dos pibes, uno heredado y la otra de cosecha propia. El desastre minaba el día a día, y en el horizonte sólo se veían promesas de peores desastres. Fue entonces que su mujer le propuso ver a “la Chelo”; como amigos, por la cercanía con Silvia C.; para al fin pedirle ayuda: una piedra de la suerte era mejor que nada. Y el ateo, que presumía de no discutir boludeces, agarró viaje. Al fin, él y su mujer eran ateos y racionalistas, aunque en el caso de ella eso fuera difícil, porque los españoles nacen católicos.
El encuentro con Chelo, cuando había cerrado la carnicería, no tuvo escenarios especiales, ni búhos y sahumerios; que fue en la sala de su casa, como quien dice en pantuflas. El ateo, esquizo como todo escritor, estaba en dos planos. En uno como “paciente”, y en el otro, como observador que le hace una radiografía a un potencial personaje.
Unos masajes con las manos de la bruja en los hombros, un café y una piedra para cada uno. La del ateo, azul con vetas celestes, lo que le permitió inducir que los colores tenían que ver con la magia. Y, cuando ya se iban, la Chelo que le dice, como si no se atreviera a decir yo no creo mucho en esto: agarrarse de una piedra es mejor que no tener nada de dónde agarrarse.
La consigna era no perderla y nunca separarse de ella. El ateo se dijo que mejor no discutir zonceras, y la pasaba meticulosamente de un bolsillo a otro cada vez que se cambiaba de ropa. Cosa que se convirtió en rutina, y la piedra azul viajó en su bolsillo a un festival literario de Bilbao. Allí, rodeado de escritores, gente que el vulgo suele creer muy inteligente porque escriben, el ateo contó a quien quisiera oír la historia de Iñárritu y las brujas y las piedras, porque le parecía muy literaria; decía.
Probablemente su ateísmo, cuestionado por el pase de piedra de bolsillo en bolsillo, le impidió ver un brillo voraz, como de hambre de saqueo, en aquellos escritores. Ninguno dijo ni creo ni no creo en las brujas, pero pedían tocar la piedra, jaraneaban con que les vendría muy bien tener una, y hasta anda por ahí, perdida en la red, una foto del ateo mostrando la piedra azul, muy sonriente.
Tal vez la piedra de G. Iñárritu no estaba bien cargada, o es que para un mexicano la bruja tiene que ser mexicana, lo cierto es que “Biutiful”, la película que filmó en Barcelona, fue muy flojita. Así y todo, el hombre, con códigos, en los agradecimientos finales de la cinta incluyó a Chelo.
Al ateo se le perdió la piedra azul y ya no tuvo otra. Para qué, si era ateo. Porque el neoliberalismo, la acumulación desigual del capital, la troika neocolonialista europea, la mafia de las finanzas, los políticos paniaguados o porque había perdido la piedra, el penúltimo acto fue el naufragio. No fue especial ni fue el único, pero los naufragios propios duelen más que las estadísticas. Así, el ateo, que era, es argentino, ya sin laburo, sin familia y sin un mango, agarró el bolsito y subió a un avión, porque para remar la distancia era larga; aunque fuera más barato.
En el último acto, el ateo, escritor ya dijimos, periodista cuando hay que parar la olla, escuchó que alguien nombraba a Alejandro González Iñárritu y su última película, Birdman, que coqueteaba con los Oscar. Jocoso el tipo, irónico el tipo, disparó un ¡ja!, con Iñárritu compartimos la misma bruja. Alguien lo miró como diciendo qué me estás contando y, sin quererlo, sin buscarlo, se encontró escribiendo aquella historia que no había escrito cuando Silvia C. contó de la pérdida, de G. Iñárritu, de la película, de Chelo y de las piedras cargadas.
El ateo, que no puede creer en brujas ni bultos que se menean, y que suele definirse como marxista –salgariano, para quitarle solemnidad– a veces, entre mate y mate, otra vez en Buenos Aires, repasa las fisonomías de aquellos escritores concurrentes a Bilbao, reconstruye los encuentros posteriores, con quién y dónde, y se pregunta cuál habrá sido el muy turrito desaprensivo que le robó la piedra azul con vetas celestes que le cargó la Chelo.

Publicado en Miradas al Sur.







domingo, 8 de febrero de 2015

Argentinos: arma de destrucción masiva


Jorge Luis Borges, el hombre metáfora, ciego al comando de una biblioteca nacional, el mismo que aseguró que el truco, el juego del truco, era la mejor síntesis del ser nacional: mentira, farol y parada, alguna vez ironizó que los argentinos descendían de los barcos. Esta afirmación forzó un rictus en la frente de Colin Powell, ex general cuatro estrellas estadounidense, cuando fue confrontado por un becario suplente de sociales, cultura y espectáculo en un periódico no muy conocido de Santa Bárbara, California. Allí, entre música de los Beach Boys y alternadoras de minifalda, Powell –el mismo que denunció la existencia, inexistente, de armas de destrucción masiva en Irak– compartía mojitos con dos agentes de la CIA, uno disfrazado de rapero cubano y el otro de fallera valenciana. No hay fotografías del hecho porque el dueño del tugurio portuario, un ex fabricante argentino de pañales para bebé que quebró con la crisis del 2001 y cambió de rubro, apuesta por el bajo perfil y la media luz. 
Hubiera sido mejor, dijo, pensativo, el hombre de las cuatro estrellas, que los argentinos no hubieran bajado nunca de los barcos. Al pasante, becario, dragoneante de periodista, que había hecho una pregunta sobre cultura general robada de Google, tal vez para poner en aprietos al general de origen jamaiquino, se le escaparon las implicancias de la respuesta, toda vez que en los muelles de Santa Bárbara (California-EE.UU.) flamea la bandera argentina. Junto a la rusa, la yanqui y la española, pero flamea.
Al que no se le escaparon es al analista de política internacional que nos puso sobre la pista. El papelón de las armas de destrucción masiva, que quedó como un trauma flotante en la psiquis del guerrero, volvía en una nueva versión, que implicaba a los argentinos. Tal afirmación puede hacer pensar que dicho analista, que después de la revelación cambió de nombre y buscó refugio en lo que queda de Krakatoa, entre Java y Sumatra, esgrimiendo lejano parentesco con Sandokán, necesita un par de electroshocks, pero su recuento de hechos conduce a otras conclusiones. Es que la coincidencia de Powell con la bandera argentina en Santa Bárbara y la extraña afirmación de deseo de que nunca hubieran bajado de los barcos, daba mucho jugo. Ordenando los factores todo se ve más claro.
A caballo entre 1817 y 1818, Hipólito Bouchard, uno que había nacido en otra parte pero había bajado del barco en Argentina para hacerse marinero y argentino, volvió a bajar del barco, esta vez de guerra, con su diploma de corsario oficial en el bolsillo, para ocupar Monterrey, todavía española, un cacho al sur de San Francisco. Saqueo mediante, de algo tiene que vivir un corsario, la bandera argentina flameó seis días, liberando Monterrey. Pero había que trabajar, y Bouchard siguió hacia el sur.
Completaría su singladura de combate liberando de godos y gachupines Santa Bárbara y San Juan de Capistrano, ese sitio mitológico desde donde parten, dicen, las golondrinas que llegarán hasta Buenos Aires para de los balcones sus nidos a colgar.
Es cierto que fueron liberaciones más bien simbólicas, de corta duración, pero fueron.
Tras los pasos del toco y me voy de Hipólito Bouchard, un día de 1982, Diego Armando Maradona, un morochito que la rompía, desembarcó en Europa, jugando para el Barcelona. Hasta ahí era lo que parecía, un talentoso jugador de fútbol, pero un día se fue a jugar al Nápoles de Italia y empezó a cambiar de música. En poco tiempo, consustanciado con la identidad “cabecita negra” de los tanos del sur, se convirtió en el más odiado para los italianos del norte, que se ven más cerca de los austríacos que de los sicilianos. Como un auténtico artista del dadaísmo, como un émulo de Salvador Dalí, se compró un par de Ferraris de lujo delirante y mientras soltaba incomodidades verbales incomprensibles por surrealistas –atribuidas a los malos hábitos por las malas lenguas–, se paseaba con abrigos de piel que recordaban aquel tapado de armiño todo forrado en lamé, que tu cuerpito abrigaba al salir del cabaret, que narraba un tango. Pero eso fue sólo el comienzo, porque su carrera en esa dirección se definió aún más al hacerse amigo de Fidel Castro y Hugo Chávez, desnudando así su verdadera identidad anárquica y antisistema, camuflada tras el peronismo. Pero nadie advirtió que Maradona no era una mosca blanca. Que podía ser la cabecera de playa de un desembarco a largo plazo, parte de un arma de destrucción masiva, como pensaba, según nuestro analista, el pobre Colin, mojito mediante, en un tugurio de Santa Bárbara.
Hace poco, muy poco, en España, un país sin izquierda política durante, al menos, el último medio siglo, apareció Podemos. Para nuestro analista refugiado en lo que queda de Krakatoa, son “Felipe González con Internet”. Para el franquismo gobernante y su correlato bipartidista o bipolar, son la peste roja, el fin del mundo conocido. Lo cierto es que ante la sorpresa universal metieron cuatro diputados en el Parlamento Europeo. Y uno de ellos, Pablo Echenique-Robba, nació en Rosario, Argentina, y reparte su corazón entre el Barça y Newell’s Old Boys.
El caso no era para preocuparse porque, en rigor, los eurodiputados pinchan poco y cortan menos, sólo que a los astutos estrategas de la inteligencia internacional no se les pasa nada, con lo que abrieron ficha y relacionaron datos. Sospechas, teorías de conspiración que se confirmaron en muy poco tiempo en Grecia, un país sangrado por las imposiciones de sus socios mayores en la comunidad europea, subordinados y cómplices del Fondo Monetario Internacional. Rechiflados, los griegos decidieron patear el tablero y votaron a Syriza, una propuesta de izquierda que mira para Latinoamérica y se dice, si a esos, que los hizo bolsa el FMI, les va bien, probemos. 
No es motivo de esta nota el análisis político de Syriza, sino la alimentación de la conspiranoia: el viceministro de Defensa, o coministro, se llama Costas Isychos, es nieto de griegos, nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires, y es hincha de Independiente de Avellaneda.
Se puede argumentar que Pablo Echenique-Robba y Costas Isychos, por las razones que fueran, no viven en Argentina. Pero ese patriotismo de bajo vuelo olvida que las dictaduras y el neoliberalismo sembraron el mundo de argentinos, y que los argentinos vienen subiendo y bajando de los barcos desde el siglo XIX, y por parecidas razones. En todo caso, lo que cuenta, es que más allá de Máxima Zorreguieta, argentina y reina de Holanda, que puede considerarse una jugada de distracción, el desembarco argentino, con su raíz de truco, fútbol y populismo explica la preocupación de Colin Powell. Al fin, entre Maradona y el rosarino y el quilmeño, aterrizó un porteño, hincha de San Lorenzo de Almagro, para quedarse con la corona de uno de los estados más pequeños y poderosos del mundo, El Vaticano, tomando como nombre de guerra el de Francisco.

Nuestro analista anónimo, a la convicción de que lo dicho por Colin Powell implica la calificación de arma de destrucción masiva para los argentinos, lo que podría explicar los ataques de fondos buitre, sumó como observador inquisitivo que en el tugurio del ex fabricante de pañales el ex general bebía mojitos, un trago cubano por excelencia. Lo dijo, guiñó un ojo cómplice y suspicaz y desapareció hacia el mar de Java sin explicar qué tiene que ver una cosa con otra. Es lo que tienen los analistas. No se puede confiar. Siempre inventan algo. Quien puede creer que sea descendiente de Sandokán.
Publicado en Miradas al Sur

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sábado, 7 de febrero de 2015

Jugo de tomate frío

Corrían los años 70, y cómo corrían. Todavía se vivía la ola folclórica que habían comenzado en los 60. Nunca me llevé bien con el folclore. Hoy tampoco. Tal vez ya era un anarcomarxista salgariano sin saberlo: ni Dios, ni Patria, ni Rey.
Lo cierto es que me daban en los huevos los que cantaban zambitas, y en plan petardo agarraba la viola y atacaba con dos temas de Manal: Jugo de tomate frío y No pibe.
Hoy, por una nota en Berisso Blues, “Manal, un sueño premonitorio”, he vuelto a aquellos precarios blues de Manal. Precarios porque se adelantaban al punk “robando” música con un par de tonos.
Ahí van:



domingo, 1 de febrero de 2015

Incursión al país de los ricos

Están cerca, a veces tomando sol a 150 metros del suelo, a veces jugando squash en el tercer subsuelo de la torre, y no son alienígenas, sino argentinos con pasiones, amigos y costumbres que no entran en los “precios cuidados” de los supermercados.

Soledad Vallejos, exploradora de la vida de los ricos./ Libro.Vida de ricos, costumbres y manías de argentinos con dinero./ Piscina para estar cerca del cielo./ Cristiano Rattazzi, empresario y famoso./ Patricia Della Giovampaola, princesa D’Arenberg./ Juanita Viale, “societé” y nieta de Mirtha Legrand./ Alberto Nisman con Daniel Tangona, “personal” de ricos y famosos.

Incursión al país de los ricos
Publicó Amalita, una biografía de Amalia Lacroze de Fortabat, en colaboración con Marina Abiuso, y Trimarco, la mujer que lucha por todas las mujeres, un retrato de Susana Trimarco y su lucha contra la trata; dos temas poco relacionados que muestran la amplitud de mirada de Soledad Vallejos, la periodista que ahora firma Vida de ricos, costumbres y manías de argentinos con dinero, editado por Aguilar. En su expedición al mundo de los ricos y sus rituales retoma, indirectamente, la senda de un éxito editorial de los años ’60, Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, libro que catapultó al conocimiento público a Juan José Sebreli.
Las diferencias que se observan entre uno y otro libro señalan el paso del tiempo y la mirada, crítica e ideológica en los ’60, pragmática y distante en la actualidad; el agua corrida bajo los puentes, y los muros y los imperios derruidos ya se escurrieron en ese reloj de arena. Sebreli se detenía en lo que consideraba las cuatro clases básicas de aquella sociedad. Hoy, neoliberalismo mediante, la distancia entre los que tienen mucho y los que tienen casi nada se agigantó, y no son pocos los que se proponen atisbar qué sucede en ese mundo poco visible, que se oculta en edificios torres que, para un habitante del conurbano bonaerense sur, rozan los delirios de los fumadores de hachís de Las mil y una noches.
La lectura de Vida de ricos dibuja el perfil actual de quienes tienen dinero en cantidad suficiente para no titubear ante el consumo suntuario, que en muchos casos se concibe como una necesidad cotidiana. Por ejemplo, más allá de los viajes, el avión propio, los entrenadores físicos personales o los colegios exclusivos, son los compradores de obras de arte, hecho que, más allá de que está predeterminado por el tener o no tener, se ve como una necesidad espiritual. Así, una lectura del capítulo titulado “Comprar belleza”, informa del galerista que dice: “Sé que está catalogado como un lujo, como un objeto suntuario, y la verdad es que no es así. El arte es el trabajo de otro trabajador, que trabaja en el arte, que lo que hace es vender su producto. (...) Si uno piensa que es un trabajo de un artista, que lo que hace es hacerte mejor al alma, mejorarte la vida cuando lo comprás... No es una joya, no es un diamante que de por sí tiene valor, que no se mueve. Es fluctuante”; lo que abre una puerta al componente de la inversión especulativa, porque lo que hoy se compra por poco tal vez mañana cueste mucho, o al contrario.
Soledad Vallejos dialogó con Miradas al Sur, que le propuso algo así como una ampliación de temas desde la óptica del periodista que investiga, para saber, entre otras cosas, si había tenido muchas dificultades para hacer este trabajo.
“En todo momento dejé claro que soy periodista, y que estaba trabajando para escribir un libro, no quería ocultarme, y la respuesta que tuve fue muy buena. A veces sorprendente, porque hay gente de la que uno piensa que será de difícil acceso, y te llaman al otro día para confirmarte la entrevista. En cambio otros, que parecen más fáciles, dan vueltas y vueltas y al final, nada”, dice. 
El periodista tiene que conectar con el otro y, al mismo tiempo, mantener la distancia que le permita observar, lo que no siempre es fácil: “En todo el libro, yo no doy opinión sobre lo que observo, lo cuento, lo narro; mi intención era mostrar. Y, en ese sentido, tuve la satisfacción de que cuando se publicó hubo entrevistados que me llamaron para agradecerme que hubiera respetado sus declaraciones”.
Como lo mejor de un libro es poder leerlo, esta nota cruza fragmentos de Vida de ricos, costumbres y manías de argentinos con dinero, con breves comentarios, como para que el lector de Miradas al Sur tenga un aperitivo de lo que encierra entre tapa y contratapa.
Viejos y nuevos ricos. Para los foráneos, puede ser incomprensible que las pequeñas batallas por el prestigio se diriman en terrenos ajenos y supuestamente neutrales como peluqueros, maquilladoras, personal trainers. En el combate todo vale para generar clima. Un estilista que recorre las zonas acomodadas de Buenos Aires para atender a sus clientes dice que todo el tiempo escucha las cantinelas: “El viejo rico te habla mal del nuevo rico. El rico nuevo te dice: Ah, pero ésos son los ricos viejos, los de antes. (…) Los que hablan mal son siempre los ricos viejos de los ricos nuevos. Te dicen: ‘Estos qué se creen, mirá Puerto Madero, todos corruptos’. Claro, porque el rico viejo dice que hizo la plata bien. Bueno, que la heredó.”
“Es algo muy típico de la gente rica de la Argentina verse como alguien aristocrático, término que yo evito, porque aquí no hay aristocracias, solo burguesía, alguna más antigua y otra más reciente”, precisa Soledad Vallejos. El tema, como un sonsonete, se repite de generación en generación desde principios del siglo XX: “Ya en Caras y Caretas se hablaba de los arribistas, y de las primeras familias, hay algo snob en esa actitud que aún persiste”.
Vestidos. La elegancia de la sangre necesita el dinero, y sin embargo el dinero no siempre garantiza esa elegancia. Los viejos ricos, los de apellidos conocidos, pueden tener debilidad por señalar esa paradoja. La distinción, insisten, tal como lo señalaban en los años veinte los cronistas sociales temerosos de la aparición de parvenus y rastaquoères, esos arribistas sin gusto, no viene sola con los billetes.
En países también nuevos, como Australia, sus viejas familias se enorgullecen de ser descendientes de presidiarios expulsados de Inglaterra, en la Argentina pocos quieren recordar que su ancestro fue un pastor vasco o escocés analfabeto. “Creo que debería ser al revés –dice Vallejos–, que alguien haya comenzado de abajo, como inmigrante, hasta tener fortuna es meritorio, algo así como un símbolo.”
Fiestas benéficas. En las tazas humea el té. Ante las mesas hay señoras vestidas con el esmero que merece todo cóctel; algunas hasta se han provisto de tocados. Aunque en la vida hay un tiempo para jugar a la sociedad y otro para disfrutar de la buena moda, aquí se puede hacer todo a la vez. Además, el ambiente es todo lo exclusivo que puede desearse para un rato de “small talk”, besos, saludos. Si algo viene a demostrar el Six O’Clock Tea, el té-desfile que Carminne Dodero –hija del naviero y autodefinido “historiador autodidacta” Alberto Dodero y Marina Tchomlekdjoglou, famosa por su amistad con Christina Onassis– organiza en embajadas que fueron palacios de familias tradicionales y mansiones que pertenecen a grandes fortunas actuales, es que el chic cotidiano es posible.
En tal vez añorada época, las señoras de la sociedad hacían beneficencia anónimamente, pero desde hace un tiempo se encaminaron hacia el show, como el desfile de modas a la hora del té. Para Soledad Vallejos “en esos encuentros hay más cercanía entre los nuevos y los viejos ricos, y se busca la participación de la prensa. No son como antes, donde se privilegiaba la exclusividad. Ahora se mezclan los de antes y los famosos”. En ese sentido es un claro ejemplo la gala anual de Fundaleu (fundación para combatir la leucemia), donde hay que ser elegido y pagar para compartir mesa con famosos.
Red carpet. “Gana el smoking, claro”, señala Gloria Basavilbaso (Relaciones Institucionales de Fundaleu), para quien el hecho de que la cita cumpla a rajatabla las exigencias de una gala no es menor. “Es la única fundación que sigue haciéndolo. La nuestra es la única gala. (…) Que sea gala, a las famosas les encanta, y a los diseñadores también, porque es el momento de lucir sus productos. Nosotros hacemos red carpet (alfombra roja), es un momento como los Oscar. Sobre esa red carpet quiso caminar Ricardo Fort, pero sin suerte, porque sus gestores fracasaron en el intento de ganarle el pedido de ser famoso para la velada. (…)”. Para mantener el concepto de “gala”, la consigna es sencilla: el escándalo y la polémica no suman a la idea de glamour.
“Fundaleu, en su origen, era el esfuerzo de algunas mujeres que lo llevaban con dificultades y hoy, en ese sentido, es modélico, se lo administra como una empresa rigurosa y su fiesta anual es una manera de recaudar los fondos que se necesitan para asistir a la investigación médica –señala la autora de Vida de Ricos, costumbres y manías de argentinos con dinero–. En la gala todo está preparado para explotar el show, como la red carpet que recorren a la entrada los famosos para que la prensa los fotografíe. Es una costumbre que comenzó en la época de Menem, y de alguna manera tiene ese estilo; hay mucho de cholulismo.”
Modelos de mujer. Aunque el atletismo común y silvestre, convertido en running a fuerza de marketing, esté cada vez más de moda y se haya extendido a un mercado amplio, en el mundo de los que tienen entrenadores personales lo preferible es caminar y no correr. Por lo menos las mujeres, con cuerpos intervenidos y tan trabajados por la ciencia que el universo de ejercicios posibles se reduce. Pecho operado y aumentado, cola modelada en quirófano son tan habituales que difícilmente se comenten, aun entre conocidos. (…) Por eso son pocos los que se ofenden y muchos los que están acostumbrados a escuchar las preguntas cuando el personal, o el health staff de turno, es nuevo y prepara la rutina. “¿Algún toquecito en la cara?”, “¿Lolas, lipo, algo retocado?”, “¿Tenés extensiones, alguna cosita nueva?”, “¿Qué otra cosa hacés?”. “Es gente que consume todo eso, que está acostumbrada. Y tenés que saber, porque si no sabés, por ahí lo ponés en riesgo”, explica un entrenador que también prefiere quedar en el anonimato por razones obvias.
Resulta interesante observar que a fines del siglo XIX o principios del XX, los perfiles de la “mujer de bien” y la “artista” se diferenciaban drásticamente, y que hoy, en las galas, la mayor parte de las mujeres asistentes se parecen mucho, sean modelos siliconadas o empresarias. Soledad Vallejos observa que “la relación de la mujer con su representación en la sociedad cambia todo el tiempo. En la antigua Caras y Caretas uno puede ver a aquellas mujeres, con unas cinturas estrechas que no podían ser naturales, que se asfixiaban con los corsets. Pero el cambio no es de ahora, ya en los ’40 la mujer estaba más suelta, más activa, y hoy se encuentra que tiene que responder a un modelo de juventud eterna. Siempre bien, siempre lozana, y recurre al gimnasio, a los masajes, a la cirugía. Pero nada de eso es exclusivo de los ricos”. La moda, hasta hace poco, de sortear retoques de pechos en las discotecas, o que fuera el regalo de quince en la clase media, señala esa democratización de un recurso. “Antes se hacía un elogio de la virtud y ahora del cuerpo perfecto –dice Soledad Vallejos–. Creo que se ha cambiado una esclavitud por otra.”
Lo que se tiene que saber. Para no pasar por un colado, los códigos de lenguaje son importantes. En ese sentido lo que manda es el inglés. En una invitación a gala, fiesta privada, boda o reunión social, se precisa la vestimenta, y no es lo mismo casual dress (ropa casual), que dress down (ropa sencilla) y menos dress suit, traje de etiqueta. Aunque en ciertas ocasiones el sentido es ambiguo, como dress up, que puede ser vestirse de etiqueta o incluso disfrazarse, dependiendo de la fiesta. Todo circuito social requiere cierto grado de atención a los códigos compartidos, para saber que hasta un cumpleaños puede ser un party time, que exija formal dress, si es por la tarde, y party dress, o sea traje de noche, si es por la noche. Por las dudas, si hay que señalar algo, es mejor hacerlo en inglés.

Postales por un peso
Tradición: Diálogo con un socio del Jockey Club (40 años, hijo de socio), sobre la no admisión de mujeres socias. –Bueno, son tradiciones. Es un lugar con seis mil socios, todos hombres, muchos con una mentalidad medio cerrada. Como es un lugar que siempre fue de hombres, no lo conocen abierto.
–¿Es tema esto en el club?
–No, ni siquiera se trata.
Parvenus y rastaquoères. Hay recelos entre ricos de antes y nuevos ricos, acepta Carminne Dodero, la organizadora del Six O’Clok Tea. Como vivió en los Estados Unidos dice que era un “país superdemocrático donde nunca vi esta boludez. Este país (habla de la Argentina) es un pueblo. Queda lejos. Andá a decirle a un americano me llamo Anchorena. Te va a responder ‘¿y a mí qué me importa?’”.
Sudor caro. De Daniel Tangona, el personal (con acento en la “e”) trainer de ricos y famosos: “Tengo que poder sentarme a una mesa con ellos y poder hablar sobre cómo es Venecia, cómo es Milán. Estar aggiornado. No puedo ser un ignorante que anda de musculosa, ojotas, con el tatuaje y nada más”.
Socialité. Se dice de quién realza las fiestas con su presencia, sin que se le conozcan méritos especiales.
Princesas. De Patricia della Giovampaola, princesa D’Arenberg, heredera de empresas de su marido: “En la Argentina ser princesa o no, no importa, no existe, ni siquiera yo me acuerdo. En Francia vas a una comida y por tu título sabés que vas sentada a la derecha del dueño de casa”. Preguntada si se siente una socialité, dice: “No soy una actriz, ni soy cantante, no soy bailarina, ni modelo. Entonces, probablemente sí, socialité”.
Confesiones de un masajista. Si una clienta le comenta que consiguió tres pasajes a Nueva York por 10.000 dólares, dice: “Qué suerte, encontraste barato. A Juan le salió 30 mil. Imaginate que si yo digo ‘¡qué barbaridad!’, no me cuentan más nada. Y a mí me gusta charlar con la gente, hace que se sienta cómoda”.

EL LIBRO
Título: Vida de ricos. Costumbres y manías de argentinos con dinero
Autor: Soledad Vallejos
Editorial: Aguilar